En este segundo volumen de Voluntad,
abordo principalmente una perspectiva sobre la humanidad desde un punto de
vista sociológico, analizando el rebaño en vez de las ovejas por separado, el
hormiguero como un nivel superior al de las hormigas, y observando que, al
contrario que ocurre con la agrupación de los insectos, los humanos se vuelven
más estúpidos apiñados que como individuos disgregados. La
filosofía que considero importante ha sido obra de librepensadores, de
individuos que trataron de pensar por sí mismos, y no como meros imitadores
dentro de un colectivo. El ser humano tiende por lo general a la conducta
borreguil, se asusta como un corderillo abandonado en el bosque si no se ve
rodeado de otros congéneres. Muchos se hacen fuertes y bravucones en sus
críticas cuando se ven arropados por otros con respecto a sus ideas, pero pocos
son los que van por libre en solitario, y en estos últimos, precisamente, se
hallan los faros del progreso intelectual en la humanidad; lo demás es eco o
nada. Departamentos universitarios, partidos políticos, sectas religiosas, etc.
no son sino mafias organizadas por unos intereses creados. Las ideas valiosas
han nacido en unas pocas mentes inquietas y ensimismadas que observan al resto
(quizá no sea la mía una de estas, lo admito). Lo demás es ruido de mercadillo,
y es interés del lector despierto saber escoger sus lecturas separando el grano
de la paja.
A
pesar de mi afán por el pensamiento libre y emancipado de poderes varios, no
pretendo ser original. No hay aquí un corredoirismo,
sino un trabajo de síntesis del pensamiento del pasado que da sentido al
presente. No se trata simplemente de hacer un copy+paste, ni de imitar un estilo, se trata de pensar o repensar,
con independencia, sobre los asuntos del mundo actual. Si hay algo que intento
inculcar en esta obra es el aprecio a los grandes filósofos clásicos, de los
que incluyo centenares de citas, y mi ánimo a los lectores para que los
descubran por sí mismos leyendo sus textos originales o traducidos, en vez de
procesados y deformados por algún profesor de filosofía. Nietzsche, Schopenhauer, Freud, Oswald
Spengler, Hermann Hesse —englobables en cierta medida dentro de un Kulturpessimismus alemán— son algunos de
los autores más citados en Voluntad,
pero hay muchísimos más con las perspectivas más diversas, y algunos otros que
se me quedan en el tintero. Los grandes pensadores del pasado ya no están aquí,
entre nosotros, y hay que hacerlos revivir de vez en cuando. No es suficiente
con una exposición académica sobre sus ideas como modo de sustento de
profesores de filosofía, glosando las características históricas de una cultura
muerta. No, hay que reinstaurar sus mentes ejerciendo el pensamiento crítico,
como ellos han hecho. Hay mucho material en la vida presente que seguramente
daría lugar a que estos autores hiciesen jugosos comentarios y, aunque no es
posible traerlos redivivos y que hablen o escriban sobre ello, sí lo es seguir
leyéndolos y seguir aplicando sus enseñanzas a la sociedad contemporánea. En
eso consiste el arte de citar a colación de asuntos varios.
Hay
quien piensa que leer y citar a estos salvajes de la filosofía o la literatura
es más propio de adolescentes o de una temprana juventud, y que en la madurez
uno debiera frecuentar a otros escritores menos rebeldes. Típico pensamiento de
burgués acomodado que llama progreso —desde la juventud— a la madurez, al haber
cambiado su visión de hippy perroflauta por el trabajo de oficina y la
conciliación familiar, y sus sueños de libertad y trotamundos por la vida
doméstica, servil y segura. No veo yo la evolución. Son muchos los que con los
años empeoran, tanto física como intelectualmente. Y si hemos de pensar que
toda rebeldía es propia de adolescentes, bienvenida sea tal edad pero cuando se
haya leído, observado y experimentado en propias carnes todo lo que puede hacer
un rebelde con causa, algo de lo que desafortunadamente distan bastante, en
general, los millennials y los de
generaciones posteriores.La
«filosofía a martillazos» —parafraseando a Nietzsche— es un método
retórico. No es violencia gratuita; el fin es despertar las conciencias. La
exposición argumentada racional no es suficiente para penetrar en el alma de
otros seres humanos, pues el hombre no es pura razón, más bien tiene de razón
muy poco y sí mucho de pulsiones irracionales que dominan su ánimo y su
perspectiva de las cosas. Parto de la idea de que carecemos de libre albedrío
y, por tanto, no somos libres de seleccionar los buenos argumentos según el
peso de su razón, sino por el impacto que crean en nosotros. Así sucedía en la
retórica política de la Antigüedad, de quienes se rasgaban las vestiduras, o en
el teatro declamatorio con exhortaciones filosóficas, que sirve para dejar
mayor impronta con sus ideas que aburridos tratados sistemáticos sobre la
cuestión. Lo que nos conmueve nos mueve. ¿Y no crea más aversión que afición el
sentirse ofendido? No es este libro para ofendiditos
ni gente de piel muy fina; terminarán maldiciéndolo. Es para unos pocos, para
aquellos que no temen enfrentarse a las duras verdades tras el velo de las
apariencias. En tal consiste el elitismo aristocrático que rechaza Juan Arana en el anterior prólogo; no es aristocracia
heredada de sangre, sino un club selecto de los pocos que se atreven a pensar
frente a una inmensa mayoría de la población que prefiere seguir con los ojos
cerrados.
Alguien
se puede molestar por mis comentarios generales, sí, y reaccionar ante ellos
con mayor agresividad contra el autor. De hecho, ya he recibido algunas
descalificaciones de alguno a quien no le cayó muy simpática la obra en pasadas
ediciones. Ahora bien, no hay una simetría de validez en el ejercicio crítico
descalificatorio. Incluso desde el punto de vista legal, la libertad de
expresión permite a un escritor hacer valoraciones con toda la acritud que
quiera contra entes abstractos o colectivos genéricos anónimos —estos no son
sujetos de derecho—, siempre que no se caiga en delitos de incitación a la
violencia u otros tipificados. Sin embargo, el escritor sí es un individuo
portador de unos derechos y puede demandar a cualquiera que ofenda su honor, lo
difame o trate de censurar sus obras. Veremos cuánto dura el espíritu de la ley
que amparó la libertad de expresión en los últimos dos siglos, pues ya vienen
pisando fuerte algunos plebeyos ofendiditos y sectores populistas que reclaman
más censura y más caza de brujas contra quien se salga de la corrección
política.
Es,
por cierto, interesante hacer notar que la editorial que publicó la anterior
edición de esta obra, Ediciones Áltera, en 2015, fue demandada por flagrantes
incumplimientos de contrato, entre los que estaba el de retirar la obra de circulación
al considerarla ofensiva tras recibir presiones de algunos grupos feministas.
Como resultado de tal demanda, la editorial ha tenido que pagar
indemnizaciones.
Fue
un error mío el confiar en este sello, algo que hice más bien por una cuestión
de amistad (o eso creía) con su antiguo editor, Javier Ruiz Portella, al que aprecio
también como pensador y escritor, y quien, abusando de la confianza, me cobró
por unos servicios editoriales (corrección de texto, copias para el autor,
determinado número de copias impresas para distribuirlas en librerías,
difusión, precio de venta al público limitado, mantenimiento de la edición por
un tiempo dado, etc.) que no se cumplieron en su integridad. En 2017 se
vendería la editorial con sus derechos y obligaciones a otro editor, Luis
Folgado de Torres, quien destruyó
todas las copias impresas del libro y se desentendió de los compromisos
contractuales. Ambos editores fueron demandados. Afortunadamente, la justicia
ha conseguido que yo recuperara casi todo el capital que confiadamente había
aportado. Como gesto conciliador, doné una sexta parte del dinero obtenido
judicialmente de la editorial al periódico digital elmanifiesto.com, del que Ruiz Portella es director, y este agradeció la
donación eliminando todos mis artículos previos en tal publicación y llamándome
«rata de tribunales». En fin, de los errores también se aprende.
Estas
experiencias corroboran lo que ya pensaba anteriormente sobre la industria
editorial más allá de mis desventuras personales: ver sección 4.8 de este
volumen. Es lo que tiene convertir actividades culturales en mercantiles; al
final todo se prostituye por el vil metal como único fin. Sobre ello me
despacho a gusto en el capítulo 4. No obstante, mi experiencia hasta el momento
con Ediciones EAS está siendo buena. Esta empresa se ha hecho cargo de la
reedición de mi obra dividida en tres volúmenes y con todo el apoyo económico y
moral, quizá porque su editor, Manuel Quesada, no vive
exclusivamente del negocio editorial y se lo toma como una actividad con cierto
idealismo, como en los tiempos en los que se creía que las ideas pueden
transformar el mundo, algo que escasea hoy en día enormemente.
Por
definición, el librepensador no está adherido a las ideas de un determinado
partido político; creo que lo dejo claro en la sección 5.1. Si ponemos el foco
en temas sociales, estamos invadidos por las opiniones de multitud de
columnistas en diversos medios de comunicación, que tratan de arrimar el ascua
a la sardina del partido político que defienden. Se hace crítica al estado
actual de las cosas, sí, pero con un propósito de «quítate tú, que me pongo
yo». En verdad, repugnan esos pseudointelectuales que se bajan al mercado a
chillar como verduleras en una lucha por el poder de su grupo ideológico.
La
filosofía, incluso cuando nos referimos a temas sociales, no es política, está
por encima de eso. Contempla desde lo alto a las sociedades humanas, las sitúa
en su contexto histórico, plantea utopías, pero no se rebaja a discutir sobre
cuestiones mundanas presentes en la verdulería. Ni siquiera Marx, que abogaba
por hacer práctica la filosofía, se salió del plano teórico. Partidos como
Unidas [sic] Podemos, PSOE, Ciudadanos, PP, VOX, grupos nacionalistas
(regionalistas, diría yo) y otros menores, son empresas competidoras por el
voto del ciudadano, dedicadas a la caza de cargos y prebendas no-eclesiásticas,
y un filósofo digno de tal denominación no debe mezclar su nombre con tales
negocios. La lucha por el poder no cabe en el mismo saco que el anhelo de
saber. Por otra parte, quien se tome el pensamiento en serio debe tener las
manos libres, y cualquiera que se arrime a las propuestas vulgocráticas (ver cap. 3) está restringido a hacer un populismo de
masas, lo cual contraviene la búsqueda de las virtudes. Solo se puede pensar
desde las alturas para unos pocos, al contrario que los pseudopensadores
políticos, que tratan de llegar al mayor número posible de potenciales
votantes.
Más allá del ser humano, intento también buscar una voluntad a
escala global, persiguiendo el espíritu universal de belleza absoluta, el todo
en el que se disuelven todas las criaturas, una
fusión del ego con la totalidad de la existencia, una visión místico-materialista
donde se borran los límites de los individuos en la Naturaleza. Mas, como bien señala Juan Arana al final de su
prólogo, sigue sin comprenderse «de qué manera el descarnado y radical
materialismo que el libro promueve consigue sostener las espiritualizadas
nociones de voluntad y bello deber ser que tanto pondera». Muy
acertada esta crítica del prologuista. Es una contradictio in terminis, pues partiendo de una ideología
materialista de corte científico, como yo hago por deformación profesional, no
cabe hablar de libres voluntades más allá de la cadena mecánica de causas y
efectos a la que están sometidos todos los entes de este universo. Estamos,
pues, ante la búsqueda de una quimera; espero no estar haciendo un spoiler al avanzar este resultado.
Quienes
hayan leído el volumen primero ya sabrán, no obstante, que no se puede sacar
leche de un botijo ni se le pueden pedir peras al olmo; no se puede, pero… se
hace, porque la existencia humana está llena de contradicciones lógicas. Todo
el significado de Voluntad se queda
en el esfuerzo de buscarla infructuosamente. Así queda reflejado, por ejemplo,
en las sentencias del presente volumen: «Si de alguna voluntad podemos hablar
es de la que buscamos, la que está en el infinito inalcanzable de la Historia,
y no como principio anterior e impulsor de la misma» (secc. 6.1); «Hallamos
pues aquí, en esta otra cosa de la cual formamos parte, un principio supremo
que rige el devenir global: Voluntad es la búsqueda eterna sin objeto,
indiferente a lo que se encuentra por el camino. Ser es buscar ser, Voluntad es
buscar la voluntad; definiciones estas que se autocontienen, lo que supone una
progresión ad infinitum. Belleza es
la Idea correspondiente al despliegue de fenómenos —materia sensible—
necesarios en la búsqueda del Ser que apuntan al infinito. Deber es no-deber —otra
nueva sentencia que se contiene: otro ad
infinitum—, no incurrir en diferencia dual alguna del bien y el mal, de lo
que se debe o no se debe hacer» (secc. 7.9). Voluntad es aquí fuerza en la lucha,
y su belleza es la de la existencia luchadora.
No
se trata de convencer a nadie de los puntos de vista que aquí comparto. Un ensayo filosófico
como el que aquí presento es en esencia tal cual obra pictórica, un fresco de
grandes proporciones y elevado número de elementos en el que se plasma una
visión de las cosas, unas pinceladas con cierto estilo sobre cómo vemos la vida
y el mundo; es decir, lo que se llama en alemán Weltanschauung. Nada me dice el «estoy de acuerdo» o «no estoy de
acuerdo» cuando se trata de evaluar un cuadro. Es más bien cuestión de gustos.
Incluso desde las antípodas del pensamiento, considero mi hermano intelectual a
todo aquel que posea el fervor y la sensibilidad por la expresión del
pensamiento hecho palabras. Poco importa ser materialista o teísta, de derechas
o de izquierdas o apolítico, profesor universitario o lector vocacional, si nos
une la pasión o afinidad por la filosofía en el sentido fuerte, del que se
atreve a decir las cosas como las ve. Quede la diplomacia descafeinada para las
embajadas y las relaciones públicas. Aquí se viene a pensar, no a convencer, y
a motivar al lector a descubrir sus propios caminos.