Una madrugada de noviembre, Bruna llegó a la alcoba de la señora arrastrando las zapatillas, en camisón, con los pelos enmarañados y los ojos de pez. A pesar de que la casa era enorme, doña Olvido Fandiño dormía en un cuarto pequeño sin apenas ventilación, con paredes desnudas, cama de hierro, el crucifijo y una mesilla de noche con hueco para el orinal de loza. Tenía un tufo especial, mezcla del oleoso aroma de las magnolias, de polvos para la cara, de botica y de ropa sucia. La criada encendió la lamparita y, sin pedir permiso, se introdujo en la cama de la señora, se tapó hasta las orejas y volvió a apagar. Se quedaron las dos mudas, embobadas en la contemplación del resplandor de la luna que se filtraba por la ventana proyectando sombras.