Jesús nunca quiso fundar una estructura que generara marginación y legitimara el orden inmoral de este mundo que segrega, excluye y expulsa a la mayor parte de la humanidad en aras de la productividad economicista, del lucro a cualquier precio y de la riqueza como signo de bondad de lo real. Jamás, ni en sus palabras ni en sus obras, pudo justificarse la creación de una institución que diera cobijo a los que destruyen al hombre y a la realidad natural, pues esos mismos fueron los que, en contubernio con el poder militar, político y económico, llevaron a Jesús al patíbulo, donde fue torturado y ejecutado públicamente, para que quedara constancia de que los poderes de este mundo se unen para evitar cualquier cambio en el statu quo vigente. Los poderosos, los que se aprovechan de un orden social que genera riqueza para unos pocos y miseria, muerte y destrucción para las inmensas mayorías de hijos de Dios, siempre estarán contra todo lo que suponga justicia, amor, solidaridad y bondad. Jesús, por eso, se pone en el lugar epistemológico adecuado para entender el mundo y transformarlo: los empobrecidos, marginados, excluidos y oprimidos. Desde allí lanzará su propuesta de revolución social, moral, personal y global que es el Reino de Dios. Por eso dirá aquellas palabras con profunda carga política y eclesial: las prostitutas y los publicanos os guiarán al Reino de Dios, pues es imposible servir a dos amos.