Hubo un tiempo, aquel en el que Roma era el centro del mundo civilizado, en el que los esclavos se revelaron contra su Imperio, contra una República Romana abusiva e inclemente que los tatuaba a fuego, los sometía a infinidad de vejaciones y privaba de toda dignidad. Un indeseable sistema que usaba a sus súbditos como auténticas mercancías. Es la época en la que se ambienta Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), una de las más grandes obras maestras del genero péplum jamás realizadas. Basada en el best seller de Howard Fast, esta superproducción es algo más que una crónica acerca de la rebelión, mucho más incluso que un relato de aventuras: es la radiografía de un hombre que lucha por conquistar el más preciado de sus bienes: la libertad. Algo en lo que se inspiró la posterior Braveheart (Mel Gibson, 1995). En esta línea, la película no sólo muestra hasta donde puede llegar el ser humano por recuperar un bien espiritual tan valioso, sino el alto coste que llevaba implícito perseguirlo. Y todo alejado -en muy buena medida- de ese cristianismo recalcitrante en otras producciones de temática similar, como Ágora (Alejandro Amenábar, 2009).