Recordó que siempre
había imaginado los momentos finales de su vida como unos momentos
llenos de dramatismo, de tristeza, de llanto y de impotencia. De
alguna forma los había asociado al final de un lejano verano de su
infancia. Entonces, apenas un niño de ocho años, se tuvo que
despedir de su primo, quien fue al pueblo a pasar unos días,
convertidos en varios meses. Aun así, un domingo, terminadas las
fiestas patronales, las calles se quedaron vacías; en el bar ya no
había el bullicio ni la animación de los días anteriores, y
comenzó a refrescar por la noche. Fue la inevitable señal: al día
siguiente su primo emprendería el regreso a la capital. Y él se
quedaría desconsolado, llorando en un algún rincón donde pocos
días antes habían estado jugando y riéndose. Eran unas risas
alegres, plenas, cantarinas; unas risas de las que sólo los niños
son capaces. Las recordaba con nostalgia, con verdadero cariño.
Pasados los años, todavía le hacía daño aquella lejana despedida.
Pero no, la actual poco tenía que ver con ella.
Ahora era él quien
partía. Le pareció absurdo preguntarse si alguien lo lloraría,
como él había llorado por su primo. Le asaltó un poema, leído
hacía años, de Augusto Ferrán:
Los que quedan en el
puerto
cuando la nave se
va,
dicen, al ver que se
aleja:
¡quién sabe si
volverá!
Y los que van en la
nave
dicen, mirando
atrás:
¡quién sabe,
cuando volvamos
si se habrán
marchado ya!
Siempre
hay gente que parte y gente que permanece en el puerto o en el andén.
Y todos sienten pena y tristeza; unos porque se van y otros porque se
quedan. Dura y triste es la separación cuando viene impuesta o no se
acepta. Pero quien teme algo que ha de suceder inevitablemente, teme
y sufre dos veces: teme aquello que su mente le representa, y sufre;
y teme y padece cuando está viviendo lo anteriormente imaginado. No
obstante, pompa mortis magis terret quan mors ipsa. Sí,
es peor lo que nuestra imaginación nos presenta que la realidad
misma. Recordó la primera vez que ingresaron a su padre en un
hospital. Estuvo una semana malo pensando que tenía que ir a
visitarlo. No fue tan desagradable como se imaginó. Y cuando le
llegó a él la hora de pasar por el quirófano, estuvo deseando
entrar en él, pues el dolor y las molestias no lo dejaban vivir. El
temido hospital le devolvió la salud y las ganas de vivir. Esa
experiencia le hizo relativizar bastantes cosas. Comenzó a
sospechar, al mismo tiempo, que la inmensa mayoría de las personas,
como él, se movían por miedos y terrores: miedo a perder
privilegios, miedo a la enfermedad, a perder influencia, a depender
de los demás... Descubrió que cuanto más necia es una persona, más
temores tiene. Y los temores, cuando no el pánico, hay muchas formas
de disfrazarlos: con la seguridad aplastante, infundiendo miedo a los
demás, con la prepotencia, con un orgullo desmedido, con la risa y
el desprecio... tantas formas como personas. Muchas personas tienen
tanto miedo que hasta temen confesárselo. Y tal vez el miedo por
antonomasia sea el miedo a la muerte.
No recordaba cuándo
comenzó a oír que una cierta sabiduría consiste en la aceptación
de cuanto nos acaezca o suceda. El sabio, leyó en alguna parte, no
es aquel que se opone frontalmente a las cosas negativas de la vida y
trata de vencerlas, sino quien las vive y les saca el mejor provecho
posible. En alguna parte leyó que, quien sabe vivir, hasta en el
infierno será feliz. Pero es difícil saber vivir. Muy difícil.
Aprenderlo es tarea de toda una vida, de forma que cuando una persona
sabe vivir, o está convencida de ello, se muere. A la vida no le
falta el sentido del humor. Ni un toque maternal, pues en el fondo
todos nos morimos siendo unos verdaderos ignorantes, aunque unos más
que otros, por supuesto... De joven se preguntó a menudo porqué
todas las personas son siempre iguales, o tienen comportamientos
similares: a su abuela no le gustaba la música que le gustaba a su
madre; y su madre rechazaba de plano la música que le gustaba a él.
¿Le sucedería a él lo mismo con sus hijos? Intentó que no fuera
así, intentó mantenerse despierto; pero ni aun con la mejor de las
intenciones pudo dejar de repudiar bastantes cosas de las que les
gustaban a ellos. También es verdad que tampoco toleró muchas de su
propio tiempo. De la época en la que se vive, se oye todo y se ve
casi todo; de otras pretéritas sólo llega aquello que ha sido
filtrado y ha resistido el paso de los años. ¿Quién se lee hoy en
día una novela de caballerías? Por más que algunas personas se
empeñen, y se deshagan en explicaciones, están muy bien durmiendo
el sueño de los justos. En realidad los ciclos de la vida están muy
bien como se nos presentan: sin el olvido, sin la muerte, la vida
sería insoportable. O el hombre tendría que cambiar de tal forma y
manera que dejaría de ser un hombre. Además, la historia es tan
monótonamente repetitiva. Es como una mala película en la que se
sabe de antemano todo cuanto va a suceder. Las tentaciones de
abandonar la sala son, a veces, muy fuertes. Máxime en épocas de
decadencia y desánimo. Por regla general conducen a guerras y
masacres para volver a comenzar. Y siempre es igual.
A menudo se decía que
había más cosas, más realidades; pero poco a poco fue percatándose
de que no había lugar donde descansar los ojos: todo le hablaba de
decadencia y corrupción, complacencia de unos e indiferencia de
otros en tanto la población, desilusionada y dejada de la mano de
Dios, se desesperaba día a día; y la esperanza y la ilusión se
perdían con la rapidez con que un depósito con múltiples agujeros
derrama su líquido... Los rayos X se convirtieron en una metáfora
de la vida: los discursos pasados de moda, las absurdas palabras de
políticos y periodistas que tratan de enmascarar la realidad, la
ineptitud y falta de honestidad de muchos de los gobernantes... y una
juventud desencantada, una juventud que ha “envejecido” antes de
tiempo y que se ve obligada a emigrar. Para algún político, que
derrocha desfachatez, eso es una bendición.
“En
mi época -se dijo tumbado en la cama-, ¡Ah, qué a gusto me he
quedado! En mi época, in illo tempore, teníamos
un ideal: día sí y día no los estudiantes estábamos de huelga, de
protesta, de manifestación... Qué ilusos: creímos que íbamos a
cambiar el mundo. Nos enfrentábamos a la policía, corríamos por el
campus, gritábamos consignas por el centro de la ciudad, hacíamos
pintadas, tirábamos panfletos... Y el tiempo corría en nuestra
contra, como la opinión pública. Alguien dijo que si queréis que
el español medio sea conservador, dadle algo que conservar. Y tenían
cosas que conservar: su tranquilidad, su pobre pasar, su comodidad
mental y su miseria. Los estudiantes estábamos locos ¿Dónde
quedaba aquello de no sólo de pan vive el hombre? En el limbo. Dios
me libre de mis discípulos, que de mis enemigos ya me guardo yo.
¡Qué
época aquella y cuán a menudo la he recordado! Teníamos la ilusión
que no tiene hoy en día la juventud: estudiar iba a suponer para
nosotros saber, y tener un estatus superior al de nuestros padres.
Algunos lo lograron. Otros leímos y estudiamos como si en los libros
fuéramos a encontrar la forma de mezclar las hierbas para resucitar
a los muertos. Pasado el tiempo, como Berzebuey, también nosotros
tuvimos que confesar nuestro fracaso. Sin embargo, fueron aquellos
unos días gloriosos, gozosos. A veces se tenía la ilusión de
haberlo descubierto todo, de saber que todo funcionaría a la
perfección si... El día que comencé a leer La república,
de Platón, estuve a punto de
sufrir un paro cardíaco: allí estaba la clave.”
Platón compara la
sociedad a una olimpiada: unos acuden a la misma a comerciar, a
comprar y a vender; otros, sencillamente, a disfrutar del
espectáculo, a aprender; y los atletas a participar, a competir en
busca del honor. A unos los mueven los negocios, el dinero; a otros
el saber; y a los últimos la gloria, el orgullo. Pues bien, el que
la sociedad funcione mal se debe a que son los comerciantes quienes
detentan el poder, y por lo tanto todas las miras de la nación están
puestas en las riquezas, en el dinero, en el comercio en tanto son
relegados los sabios y corrompidos los atletas. De la única forma
que la sociedad podría funcionar bien sería haciendo que estuviera
gobernada por una casta honesta, austera, los filósofos; y que dicha
casta entendiera su vida como un servicio público. ¿Y dónde se
encuentra a semejantes personas? Sí, le pareció, cuando leyó
aquellas magníficas páginas, que había dado con la panacea; le
pareció que Platón era un genio. Lo malo es que olvidó a Diógenes
cuando iba por Atenas con una linterna buscando a un hombre. Cuestión
de lenguaje, como reconoció años después: la metáfora de Diógenes
no le impresionó tanto como la de Platón. Sin embargo, es más
cierta. ¿Por qué un filósofo tiene que ser distinto a un tendero o
a un deportista? Sí, cierto es, el uno lleva una pátina de libros
leídos y subrayados, tal vez de alguna oposición ganada, y el
prestigio de ocupar una cátedra. Lo malo de todo esto es que eso,
salvo raras excepciones, no hace a las personas mejores. También en
institutos y universidades hay intrigas, zancadillas, ruindades y
mucha, muchísima vanidad. Y el dicho filósofo, catedrático y todo,
puede ser tan corrupto y ruin, y a menudo lo es, como el más
corrupto y ruin de los políticos.
Siguiendo con la
metáfora de Platón, es difícil unificar a esos tres grupos y
hacerlos trabajar por una causa común. Lo que propone Platón,
inteligentemente, es que no haya interferencias de los unos sobre lo
otros; o, caso de que las haya, que sea de los filósofos hacia los
mercaderes. En la historia, sin embargo, las interferencias han ido
en sentido contrario: todo se ha convertido en un negocio y en un
mercado. Y todos defienden, con uñas y dientes, sus privilegios y
prebendas. Falta el sentido de la generosidad, o, si se quiere, el de
la solidaridad, cosa que queda relegada para las Navidades, y no
siempre.
Platón
dio la solución de la República en
un momento de crisis de la democracia ateniense. Igualmente podía
haber dicho que un país en crisis, como el nuestro, es similar a una
casa en la que hay poco dinero y en la que se deben hacer frente a
infinidad de gastos. Entonces, padre, madre y hermanos, se hubieran
puesto a trabajar por una causa común. El padre y la madre,
seguramente, hubieran renunciado a algunos de sus privilegios, pan,
huevos, etc., para que comieran sus hijos, y estos hubiesen
renunciado a sus comidas por mor de sus padres. Pero en la sociedad
se ha operado al contrario: el padre y la madre comen como obispos en
tanto al hijo pequeño no lo llevan al dentista o al médico a fin de
ahorrar. Y el hijo mayor, si puede, se va a hacer las Alemanias. No
hay concepto de casa ni de nación. Aquí hasta la bandera, un trapo
sujeto a un palo, no es más que eso, un trapo. ¿Cómo se ha llegado
a eso?
A menudo se preguntaba
si el hombre puede vivir sin enemigos, sin oponentes. Según cuentan
determinadas historias, una nación parece que está cohesionada en
tanto hay un enemigo exterior contra el cual tiene que enfrentarse.
En esos momentos las diferencias internas de la nación se adormecen
para dar respuesta al peligro exterior. Y es también cuando surgen
las mejores cualidades de un país: el heroísmo, la abnegación, la
amistad, el compañerismo... Son infinitas las historias que, al
respecto, y por ejemplo, se cuentan de las guerras púnicas. Pero lo
malo de estas guerras, como de muchas otras, es que no se nos
conserva lo que opinaba de ellas el común de los mortales. Como
siempre, y en todas ellas, habría delaciones, traiciones,
violaciones, muertes, incendios, saqueos y todo tipo de
bestialidades. Siempre habrá, por supuesto, un Cicerón dispuesto a
imponer su visión, que no deja de ser una visión idealizada de unos
antepasados y unos comportamientos que nunca jamás existieron. Tal
vez Cicerón hubiese acertado si hubiera pensado que el enemigo
también era una persona, y que ellos no tenían ningún derecho a
invadir la Península, entre otras cosas. Cicerón hubiera
comprendido con meridiana claridad la metáfora de la casa: nadie
tenía derecho a introducirse en la suya, ni a imponerle la forma de
cocinar y gobernar, o a decirle cómo comportarse con su mujer y
esclavos. Por muy noble que fuera el invasor. ¡Ah, cuánto mejor nos
hubiera ido si esa energía guerrera se hubiese empleado en otras
cosas! Cada vez que se imaginaba a los soldados de Aníbal cruzando
los Pirineos y los Alpes, los pelos se le ponían de punta. ¡Cuánto
absurdo derroche de energía! Y los soldados alemanes muriéndose de
frío en Siberia. ¿Para qué? ¿Y cómo se puede desarrollar tanto
odio hacia las personas, sean judíos o polacos? ¿Qué hace que una
persona sea capaz de infringirle tantas bestialidades a otra? Cierto
es que en toda civilización siempre hay gente que se cree
privilegiada, con derechos que otros no tienen, y a los que está
justificado tratarlos como animales. Hasta en los conventos hay
monjes y monjas que creen que Cristo derramó su sangre sólo por
ellos. La perversión del género humano no tiene límites.
Es indudable que
estamos viviendo una profunda crisis: cada día que pasa hay una
fractura mayor entre ricos y pobres. La sociedad se está
empobreciendo a marchas forzadas; la juventud no tiene ninguna
perspectiva, tanto con estudios como sin ellos; y el paro va en
aumento. Los políticos no tienen más ideas que mantenerse en el
poder, y los conmilitones que lo hagan así para beneficiarse de las
migajas que les caen. Por si esto fuera poco, los hijos se quieren
desgarrar de los padres; y el concepto de casa, o de nación, si es
que alguna vez existió, se está esfumando con la rapidez que se
esfuma el humo de un cigarrillo en medio de una tormenta. Siempre hay
justificaciones para todo, hasta para un crimen; y no falta quien
dice que eso, el desgarro, es lo normal aquí, pues ya los grupos
humanos del Neolítico, por poner un ejemplo, vivían cada uno en su
“nación”. Absurdo. Algo nos falla, pues los americanos del
norte, emigrantes, negros, blancos, apaches, pies negros, etc., han
conseguido formar una nación. Y hasta respetan la bandera nacional y
su himno. Nadie es perfecto. Pero está claro que no es la sangre la
que determina una nación.
“Estoy
mirando los muros de la patria mía -murmuró con los ojos clavados
en el techo-, y todo me habla de decadencia, miseria y cortedad de
miras. Como sucede siempre aquí, se demonizará o criminalizará a
aquellos que no quieren compartir el vino con nosotros, y tratarán
de obligarlos, por las buenas o por las malas, a hacer lo que no
quieren de ninguna de las maneras. Sí, las leyes están para
cumplirlas, de acuerdo. Y también los convenios y los acuerdos. Y si
un gobierno tiene derecho a saltarse esos convenios cuando les
interesa, y los banqueros a estafar impunemente, también a los otros
les asiste el mismo derecho. Sócrates, el pobre, no estaba dispuesto
saltarse las leyes, y lo pagó con su vida. Aquí las leyes están
hechas para complacer a quienes tienen el poder o pueden manejar a
las personas. Un
orden social no puede ser estable y armonioso a menos que refleje la
constitución inalterable de la naturaleza humana. Con más
precisión, ha de proporcionar un marco dentro del que los apetitos
morales de cualquier ser humano puedan encontrar su campo de
aplicación y su satisfacción legítimos.1Y
mientras no se haga esto y todo quede en soflamas, pocas esperanzas
tenemos. Por no decir ningunas, pues ni partidos ni políticos tienen
más ideas que las de mantenerse en el poder. Y nosotros, el público,
somos
como una empresa que busca director pero que no tiene una noción
clara de las cualificaciones que se requieren, y que, además, no
gusta mucho del aspecto de ninguno de los pretendientes.2
Ganas
le dan a uno de decir aquello de me duele España. Pero
la frase en cuestión trae malos recuerdos. Y habría que hacer algo
al respecto para evitar llegar a ciertas situaciones, que no hacen
sino desear la muerte. Es posible que la realidad no sea tan atroz
como la pinta el cine o la literatura. Pero también hay veces que la
misma realidad supera a la ficción. Tal vez resulte más honesto un
leve suicidio antes que participar en la más justa de las guerras. Y
esto pinta mal... Despedirse de todo como en aquella lejana tarde de
finales de verano. Al fin y al cabo, ni quedan esperanzas, ni
parientes ni amigos: