“Para creer en la
democracia es preciso tener fe en la bondad general de los hombres, y
es difícil conservar tal fe cuando se ha visto en guerra a esa misma
humanidad. Y si los hombres pierden la fe en los demás,
probablemente tienen que perderla en sí mismos. Al desesperar de la
libertad pueden buscar refugio en la autoridad; al desesperar de la
persuasión pueden fundar sus esperanzas en la violencia. Uno tras
otro, hemos ido viendo países con instituciones democráticas, en
mayor o menor grado, que se han ido sometiendo a dictadores. Algunos
individuos que sentían su mano demasiado floja para dirigir la
propia chulapa, o que no sabían adónde llevarla, suben a bordo del
gran bajel del Catolicismo, esto es, de una institución no
democrática, sino de una jerarquía que depende firmemente de la
inefable sabiduría de su Cabeza. Otros han encontrado una sabiduría
no menos infalible en una interpretación económica de la historia
que les enseña cómo convertirse en herramientas de un inexorable
destino.”
Cabría añadir a la
anterior cita que no solamente la guerra hace perder la fe en la
democracia y en el hombre; también lo hacen las injusticias, la
corrupción, el paro, las desigualdades sociales, la inmunidad para
unos personajes y la burla más descarnada para otros, dependiendo de
su estatus social. Todo ello, casi siempre justificado por
conmilitones y periodistas. Comencemos por ellos.
Si se leen los
periódicos de este bendito país, con un poco de atención, salta a
la vista, raudo como una centella, el convencimiento de que cada voz
tiene su amo; y de que cada uno de ellos, en su inmensa mayoría,
arrima el ascua a su sardina. La objetividad, la pluralidad, y el
tener en cuenta todos los puntos de vista a la hora de informar, son
cosas que quedan muy bien para una clase, en las aulas, de
periodismo; pero que, en la realidad, no dejan de ser sino
ingenuidades propias de niños que todavía creen en los Reyes Magos
o similares.
Hace mucho tiempo,
siendo alumno quien esto escribe, un profesor, en una clase, tuvo un
raro rasgo de honestidad personal. Imagino que lo movió a ello el
desánimo, el desencanto y el desengaño, que habitaba, y habita, en
los pechos de muchos profesionales de la educación y de otros
ámbitos. Nos vino a decir entonces que, a menudo, cuando salía del
aula al terminar su hora, se iba con la desagradable sensación de
haber estado mintiéndonos durante toda la clase, pues cada vez
estaba más convencido de que no nos iba a servir de nada cuanto él
trataba de enseñarnos. Es más, si le hacíamos caso, sus enseñanzas
iban a ser un lastre en nuestras vidas, ya que hace falta, para vivir
en este país, ser deshonesto, mentir, estafar y no arrepentirse
jamás de nada. Estas actitudes todavía son más efectivas, más
impunes, si se adoptan desde una posición elevada. Resulta muy raro,
aquí, ver entrar en prisión a un político, a un magistrado o a
cualquier familiar de los aledaños del poder por mucho que haya
mentido, robado y estafado. Nos puso ejemplos. Y dedujo de ellos que
la educación consistía en contar cuentos de hadas; y en que
nosotros, los alumnos, nos los creyéramos, como nos podíamos creer
lo de la objetividad de los periódicos. Por desgracia, en las aulas
no nos enseñaban nada de cuanto sucedía en la calle, ni cómo
comportarnos ante esos desagradables hechos a fin de evitarlos.
¿Qué puede hacer una
persona medianamente honesta ante una ley impuesta por el gobierno
que beneficia a una minoría en detrimento de la mayoría, o ante la
corrupción?, recuerdo que me pregunté ya en aquella lejana clase.
¿O ante una justicia que no funciona y unos políticos parapetados
tras sus privilegios? No se me ocurrió nada, como tampoco se nos
ocurrió qué podíamos hacer todos los alumnos ante las continuas
faltas de profesores, en un colegio donde la dirección brillaba por
su ausencia, dado que tenía cosas más importantes que hacer que
atender a los alumnos. Curso hubo, el último que estuve allí, en el
cual durante mes y medio sólo dimos diez o doce clases. Y nadie nos
dio ni una explicación, ni nos pidió perdón por tamaña
desfachatez. ¿Dónde estaba la ética que se nos predicaba en
algunas clases? ¿Y dónde los inspectores de educación? Creo
recordar que estos eran cargos políticos, y que se avenían muy bien
con las direcciones de los centros: todo consistía, dado que, creo,
allí no se movía dinero, en no molestar y en no ser molestado. La
honestidad quedaba muy bien para las clases de ética y de filosofía.
Todo el mundo alababa a Sócrates, y cantaba maravillas de él; pero,
en el fondo, todo el mundo se reía del filósofo y de su actitud
vital.
Hasta
la saciedad se ha hablado, y escrito, sobre la acción del tiempo no
sólo sobre las creaciones humanas, Cronos devorando piedras y hasta
a su propio hijo, sino, también, sobre la misma naturaleza. “Todo
verdor perecerá”, se
dice ya en la Biblia. Tal
afirmación es una obviedad con la que, comienzo a sospechar, se nos
ha mantenido bastante entretenidos durante largo tiempo. Porque lo
importante, lo relevante, no es el paso del tiempo y la desaparición
de Itálica famosa y de sus moradores; nadie les dijo que iban a ser
eternos. Lo verdaderamente importante es la degradación de todo,
natural o artificial, que esté sujeto al paso del tiempo. ¿Y quién
o qué hay que escape a este personaje? Así es posible que, con la
mejor voluntad del mundo, un señor funde un periódico, y quiera,
con él, informar a sus vecinos de cuanto sucede o acaece en la
ciudad y en el orbe. No tardará alguien, con el inevitable paso del
tiempo, en percatarse de la importancia de la prensa, y de que con
ella puede modificar el pensamiento y la actitud de sus vecinos en
beneficio propio, o de la empresa que lo sustenta. Y entonces dirá
lo que le interese, o lo que los vecinos quieren oír importándole
bien poco la objetividad, la honestidad y todas las reglas éticas
del mundo. A veces estas acciones se llevan a cabo con verdadero
cinismo; otras con ignorancia; y las más de las veces siendo
indulgentes con nosotros mismos y terriblemente rigurosos con el
vecino.
La
continua degradación de cualquier creación humana, sistemas
políticos, educativos, leyes, religiones, etc., ha hecho, cuando se
persiste en ellos, pese a la desaparición de la sociedad que los
engendró, que una creación, buena en un principio, se convierta en
una pesadilla cuando no en un instrumento que permita mentir,
aherrojar a los ciudadanos, y no dar cuenta de nada a nadie, al
tiempo que se mantiene relativamente contentos a un buen número de
personas. Quizás suceda así por la pereza innata del hombre, que no
actúa en tanto las cosas no le afectan directamente a él; y a que
en toda sociedad hay una serie de normas que nadie discute, ni pone
en duda. Es lo que el profesor F.M. Cornford llamó la
filosofía no escrita.
Siempre he sospechado
que la desaparición de los estudios clásicos en nuestro país,
latín y griego sobre todo, está directamente relacionada con ese
afán porque se acepten una serie de realidades, como si fueran una
creación reciente, ignorando su historia y evolución. Y hay
palabras que deberíamos revisar continuamente para no aceptar las
cosas que designan como buenas e inmutables. Nada hay más perverso,
para ello, que ignorar algunas etimologías, o descontextualizarlas,
sacarlas del momento en el que esos vocablos fueron creados y
lanzados al ágora.
Hoy
en día, tal vez por eso de la filosofía no escrita, o
las ideas recibidas, que viene a ser lo mismo, casi todo el mundo da
por bueno que la mejor forma de gobierno es la democracia. La palabra
deriva del griego, demos,
pueblo, y cracia,
poder. El poder del pueblo. ¿Y a quién no se le hace la boca agua
pensando que es un ciudadano normal y corriente, pero que tiene
poder? Ahora bien, si la palabra es griega, ¿qué significaba pueblo
cuando la palabra democracia
fue puesta en circulación?
¿Votaba en Atenas todo el mundo? ¿Y qué opinaban al respecto las
gentes de aquellos lejanos siglos? Sobre esta cuestión ya casi nadie
cita a Sócrates: sabido es que este no era partidario de la tal
forma de gobierno, pues no estaba dispuesto a que su voto tuviera el
mismo valor que el de un zapatero o un alfarero.
Siguiendo
con la democracia, conocida es la anécdota del juicio de Aristides.
La cuenta Plutarco en su Moralia: llegado
el momento de la votación, tras las acusaciones y las alegaciones,
un analfabeto le alargó el óstrakon, pieza
de barro en la que se escribía el nombre de quien debía ser
condenado al ostracismo, al mismísimo Aristides para que este
escribiera su propio nombre. El analfabeto no lo conocía de nada. Y
aquel quiso saber porqué lo condenaba. La respuesta fue genial: el
analfabeto estaba harto de que a Aristides lo llamaran El
justo. Eso, para él, puesto que
le molestaba, era motivo más que suficiente para que lo condenaran.
También condenaron a Sócrates, sabido es. Aunque a este, en un
rasgo de suprema hipocresía, se le brindó la posibilidad, rechazada
por el filósofo, de huir de la prisión.
Hubo
un tiempo, otra filosofía no escrita, en el que se consideró que el
pueblo era soberano; y que, como el cliente, siempre tiene razón.
Quien iba en contra suya no podía sino ser partidario de los
sistemas totalitarios, de las dictaduras, fueran del signo que
fuesen. Y ya se sabe que el mejor sistema de gobierno es la
democracia. Y es posible que fuera así originariamente, si nos
atenemos a la anécdota, contada por Platón en Protágoras,
en la que Zeus le mandó a Hermes distribuir la justicia y el sentido
moral entre todos los humanos por igual. No hay nadie, por lo tanto,
que carezca de estas dos cosas. Todos somos responsables, por lo
tanto. Pero ¿supone eso que somos todos iguales, que tenemos la
misma capacidad para juzgar?
Los mismos griegos, los
creadores de la democracia, tenían muy claro que no. Lo ilustran
perfectamente mediante el mito de Procusto, y la famosa mesa donde
este bandido tumbaba a quienes apresaba. A estos o bien les cortaba
las piernas, o bien se las alargaba con cuerdas: de tal forma que
todos cuantos pasaban por sus manos tenían la misma estatura, la
marcada por su mesa. Se puede pensar que la historia de Procusto es
un mito, una especie de parábola contra la que se puede alegar que,
biológicamente, está claro que hay diferencias de un hombre a
otro... La otra anécdota que recuerda las desigualdades, aun en una
democracia, viene de la mano de uno de los Siete Sabios, Anacarsis.
Dice este que la justicia es parecida a una tela de araña: esta
atrapa a los animalitos pequeños y flacos; pero los grandes y
poderosos la rompen y se van. No, la justicia nunca ha sido igual
para todos.
Las leyes, la justicia,
no son sino otra creación humana. Y como tal están llenas de
imperfecciones. Se pueden leer, por lo tanto, ateniéndose a su
significado, o buscándole los cuatro pies al gato. A una mosca, sin
posibles para contratar a un abogado, o a un prestigioso bufete de
abogados, se las interpretarán literalmente y la araña la devorará;
y a otro ser distinto, con posibles, le permitirán todas las
interpretaciones habidas y por haber, hasta que prescriba el delito,
o se demuestre, mediante uno de los vericuetos de los que huyó
Sócrates, que es tan inocente y virgen como la madre que lo parió.
Y la justicia quedará como las telas de araña azotadas por los
zorros de las maritornes. Habrá que reforzar la maltrecha imagen de
la Justicia, y para eso no faltarán películas en las que David
vence a Goliat de la mano de un buen abogado o abogada de buen ver;
ni tampoco faltarán artículos de fondo alabando a nuestro sistema
judicial que tiene en cuenta antes la justicia que el linchamiento.
Quizás este se produzca cuando falla aquella, como hubo guerrilleros
porque no había ejército.
Pasar de un sistema de
gobierno a otro, de una democracia a una tiranía, o viceversa,
parece harto complicado. Son pasos, además, que no se dan sin
violencia, sangre y muertes. Quizás uno de los más significativos
haya sido el tránsito de la República al Imperio, con todas las
alegrías y disgustos que eso le costó al vanidoso de Cicerón. La
República fue degenerando hasta engendrar a su oponente. A Cicerón
le costó la vida. Y los emperadores que, tras Augusto, ocuparon el
trono, dieron pie, entre otras cosas, a que algunos filósofos se
percataran de la importancia de la educación en el soberano: durante
la República, los cónsules eran elegidos por el senado; y este
procuraba elegir a los mejores. El imperio, por el contrario, era
hereditario, cuando no fruto de intrigas, así que podía acceder al
poder, al trono, cualquier persona, estuviera o no capacitada para
ello. Séneca, por lo tanto, sería el encargado de educar a Nerón,
querencia que también pagaría con la vida. Un poco anterior a estos
hechos es la anécdota que cuenta que lo único que aprenden los
hijos de los poderosos, la burguesía de medio pelo de hoy en día,
es a montar a caballo, pues este bruto animal, para su desgracia, no
distingue entre el hijo del rey y un mortal cualquiera, así que,
demócrata él, los trata a todos por igual. No así los maestros,
que temen por sus vidas o por su puesto de trabajo.
Tanto
los emperadores, como los monarcas medievales, van a tratar de
demostrar que son hijos de los dioses, o que son reyes ad
gratia dei. Es decir, están por
encima del común de los mortales. Eso no impidió que tanto a unos
como a otros los asesinaran. Tal vez porque la religión no caló muy
hondo, o porque, en el fondo, nadie, ni el mismo interesado, se
acababa de creer semejante tontería. Ni el propio clero se lo creyó,
así aquí en nuestro país, fue el cura Merino, no el guerrillero,
quien intentó acabar con la vida de la pobre Isabel II. El cura
Merino fue ejecutado por la muy católica corte. Eso de No
matarás no va con nosotros.
Los tiempos cambian,
las personas mudan de parecer; y lo que fue ayer tal vez no sea hoy,
pero puede ser que regrese mañana o pasado. Hoy por hoy, como ya
sucediera en otras épocas, los dioses han caído en desgracia.
Nadie, en consecuencia, se cree que las leyes, o las formas de
gobierno, hayan sido entregadas por ningún dios, bien sea este Zeus
o Yahvé u otro cualquiera. Tampoco se puede divinizar ningún
monarca ni forma de gobierno, pues una cosa es ser religioso, o tener
fe, y otra muy distinta ser un necio o un estúpido. Así razonan
algunos creyentes. Y no les falta razón. Claro, que, por supuesto,
también hay otras muchas maneras de divinizar a los políticos, a
las leyes y a las formas de gobierno. Hay que recordar que también
existen procesiones cívicas, y santones profanos. Para “divinizar”
algo es imprescindible contar con la aquiescencia de todos, o con la
ignorancia de la mayoría. En ambos casos se trata de que nadie
discuta ni ponga en tela de juicio determinadas cosas. Vuelve a
funcionar, por lo tanto, la filosofía no escrita, o las ideas
recibidas y jamás cuestionadas.
Si una democracia es el
gobierno del pueblo; y este, o la ciudadanía como se dice ahora,
escoge a sus políticos, será para que estos administren y gobiernen
la ciudad mirando por los intereses de la mayoría del público y no
por los de una minoría determinada, cuando no por los de su propio
partido. El gobernante elegido por el pueblo depende del pueblo, y a
este tiene que rendirle cuentas cuantas veces se lo digan y pidan,
como los cónsules, en la antigua Roma, rendían cuentas al senado al
terminar su período de mandato. Estaba claro, en aquella gloriosa
época, que si las cuentas no cuadraban era debido a la corrupción.
Y está claro, hoy por hoy, que sin cuentas claras y transparencia,
es imposible la democracia. No hay duda de que la primera
independencia es la independencia económica: mientras un joven no
gane su primer sueldo dependerá de sus padres; y estos, al menos en
teoría, tienen la potestad de darle o no darle dinero. El dinero que
manejan los políticos no es de ellos; y, por lo tanto, si son
honestos, deben presentar cuentas. Es muy sospechoso que no lo hagan
así. Y aquí nunca se exponen las cuentas públicas. ¿Por qué
será?
Es posible que una
democracia, más o menos real, tan sólo haya existido en el Ática.
Por la sencilla razón de que Atenas era una ciudad pequeña, todos
se conocían, y cada uno sabía a quién elegía o votaba. Hoy, con
ciudades enormemente pobladas, no se vota a una persona en concreto,
sino a unas siglas, a un partido, y a un programa, y cada cuatro
años. En ese lapso de tiempo, los políticos se escudan en que han
sido votados para hacer de su capa un sayo, y aprobar o derogar las
leyes que les da la gana, o que los benefician a ellos o a las bancos
y empresas que los avalan. Y no hay nada sin nada. Tal vez provengan
de ahí la opacidad de las cuentas.
Antes, los jefes de
campaña, publicistas algunos de ellos, se encargan de maquillar al
programa, y de presentarlo en sociedad tal como una amante madre del
siglo XIX presentaría a su hija en un salón: carne fresca digna de
un marido, a ser posible rico, aunque sea chocho y mayor. Luego, una
vez casados, siempre habrá tiempo de ser feliz engatusando a este
con aquel y a aquel con el demás allá. Lo importante es llegar al
altar. Y realizado el rito, todo se vuelve opaco, incumplimientos, y
percatarse de de del dicho al hecho hay un trecho.
Para
evitar algunos sonrojos (?) posteriores a las elecciones hay diversas
soluciones. La primera es no mentir en los programas, aunque ello
conlleve no hacerse con el poder. Pero, claro, un partido perdedor es
como un sábado sin sol o una doncella sin amor. Tamaña posibilidad
queda prácticamente descartada, así que el pueblo tendrá que ir
ojo avizor si no quiere que lo engañen. Y para eso, no para
informarle, sino para inclinar la balanza hacía este lado o el otro,
están algunos periodistas y algunos medios audiovisuales. A veces,
cuando comienzan los debates entre políticos, es conveniente releer
la famosa escena cervantina del no menos famoso patio de Monipodio.
Es una ocurrencia. Al fin y al cabo allí se ve lo que ocultan la
piedad y el
amor.
La
otra opción que tiene el político es aislarse cada vez más,
encerrarse en sus leyes y en su bastión. Y como no puede alegar en
su favor a ninguna divinidad, cuando tenga algún problema,
protestas, huelgas o manifestaciones, recurrirá al descrédito de
quien se dedica a atacarlo, lo cual es muy democrático, cuando no a
esconderse, a no responder de nada ni ante nadie, como hacían los
reyes medievales que reinaban ad gratia dei. Y
a utilizar a la policía cuando la ciudadanía, el antiguo pueblo,
intente acercarse a él, ya que él no lo hace.
La primera vez que oí
la palabra escrache, inconscientemente, sin saber lo que significaba,
no sé porqué, quizás por la fonética, me pasó por la cabeza la
imagen de un elefante caminando por una cacharrería. Evidentemente,
las noticias que yo estaba leyendo nada tenían que ver con
elefantes, ni con Aníbal, los iberos o los romanos. El escrache
parece ser que es algo así como un intento de aproximarse, la
ciudadanía con problemas, al político que legisla, y que no lo hace
al gusto de los escrachistas, si se me permite la palabra. Según el
Diccionario de la Real Academia, escrachar, en Argentina y Urugay
significa romper, destruir, aplastar y también fotografiar a una
persona. Tal vez en un sentido figurado, el escrache está retratando
a los políticos del momento, cada vez más alejados de la realidad y
de la ciudadanía, el pueblo, en representación del cual gobiernan y
administran. O inmunes a la justicias. Se supone.
¿Cómo
puede haber políticos profesionales cuando es el pueblo, la
ciudadanía, quien los vota? ¿Qué sucede con ellos si dejan de
votarlos? ¿Y por qué algunos políticos cobran de su propio
partido, del erario público y encima tienen por ahí sus trabajillos
y chanchullos? Ciertamente, parece que la democracia está podrida
desde su misma raíz. Algunos cónsules sabiendo que su consulado
duraba nada más que dos años, se dedicaban a saquear las tierras
puestas bajo su custodia para retirarse teniendo el riñón bien
cubierto. Ellos debían responder ante el senado. Hoy en día tal vez
se tenga que responder ante la justicia. Pero siempre algún
periódico saldrá en defensa del corrupto porque si este cae, caerán
ciertos privilegios que no se pueden perder. Y el político, a veces
con la ayuda de su partido, tendrá dinero suficiente como para
recurrir a los servicios de un buen bufete de abogados. Y entre unos
y otros harán bueno aquello de ruin la madre, ruin la hija
y ruin la manta que las cobija. Al
pobre pueblo, la ciudadanía, le quedará votar cada cuatro años,
dejarse engañar por los programas, o arriesgarse a que lo fichen o
lo encierren por escrachear a cualquier político de tres al cuarto.
Tenía razón mi viejo profesor: llegado a un cierto terreno, las
leyes ya no pueden nada contra los poderosos. Se ocupan de los pobres
animalillos, que ya no tienen ni siquiera el recurso del pataleo.
Todo cuanto no sea estar a favor de los políticos se ha
criminalizado. Esa es la nueva acepción de la vieja palabra
democracia, pues esta es tan sagrada como Nerón. Sólo falta
ofrecerle incienso. Lo malo es que tanta corrupción y tanto sacar
cara por los corruptos ha hecho que la gente pierda la confianza en
esta forma de gobierno, y en los políticos, que se han convertido en
un mal sueño.
Escrache tampoco
significa romper nada. Una pena porque, al final, entre todos la
mataron y ella sola se murió. También puede ser el escrache, como
lo ha definido una lumbrera, nazismo puro y duro. Por supuesto.
Robarle todos los ahorros a un grupo de personas mayores, eso es
propio de una ONG. Y aprobar una ley de costas tan absurda como la
actual, en beneficio de una minoría, también. Desmantelar el
sistema sanitario y el educativo es solidaridad pura y dura, como
también lo es no invertir en educación... Pero ya se sabe: no hay
dinero. Ahora bien, para mantener a tanto político y tanta
autonomía, asesores, coches y conductores, para eso sí, para eso
vamos sobrados. Y para pagar sobresueldos. Y la corrupción siempre
anida en casa ajena... Se comprende que el gobierno no actúe contra
unas personas y lo haga contra otras y contra quienes protestan. Es
más sencillo y menos costoso. Eso es la democracia.
1
El ensayo de Cornford está incluido en el libro La filosofía no
escrita, traducción de Antonio
Pérez Ramos. Ed. Ariel, Barcelona, 1974