Un semanario de
gran divulgación social, si no el medio impreso más vendido en Chile – el
irónico The Clinic - , esta semana
ponía en boca del Ministro de Educación, el confesionalista y conservador
Joaquín Lavín, una frase impostada y humorística en que calificaba las
protestas estudiantiles: “Son solo jóvenes con mala educación”. Cargada de lecturas la frase, además de su
alcance humorístico, tiene la
connotación de un diagnóstico compartido por gran parte del país: la educación
chilena está en un muy bajo nivel calidad, pero lo que es peor, el país carece
de una perspectiva concreta que aventure una solución a sus problemas.
No hay un
proyecto nacional de educación que convoque a todos los sectores y que, por lo
mismo, tenga claridad en sus metas y en su aplicación, como no sea entre
quienes lucran con el sistema.
Concretamente, la educación carece de consenso y es un problema nacional sin
solución debido a la naturaleza de su crisis.
Un distinguido
académico, en los mediáticos días en que el país estaba unido en el propósito
de sacar a los 33 mineros atrapados en la colapsada mina de cobre de Copiapó, evento
que acaparó la atención mundial, hacía un no menos irónico parangón. ¿Por qué no
hay un gobierno capaz de unir al país de esta manera, de invertir toda la plata
que se necesita, sin importar los montos, sin que nadie objete los costos y
todos estén dispuestos a hacerlo, con el fin de rescatar a la educación pública,
que se encuentra atrapada en el fondo de un boquerón dogmático y
libremercadista, sin posibilidad alguna de salvarse?
Es que
objetivamente, desde el regreso de la democracia, no ha existido el coraje para
abordar la voluntad de un proyecto nacional, que ponga fin a la anarquía, al
mercantilismo desenfrenado, a la mala calidad y a la segregación que consagra
el sistema actual, producto de la imposición autoritaria neoliberal realizada
bajo la dictadura de Pinochet.
En un principio,
la recuperada democracia pudo tener razones transicionales para ello. No fue
una transición corta. Tal vez fue la más larga en la historia de América
Latina. Pero lo que ocurrió en los años siguientes fue la falta de voluntad
política para abordar de manera efectiva las soluciones del fondo, para no
irritar a los sectores que lucran con la educación tal como está: los sectores
conservadores y empresariales y las instituciones de la Iglesia Católica.
Son los que
proclaman tener grandes estándares en educación, pero cuando se realiza
cualquier medición técnica internacional, quedan en los primeros lugares... de la
mala calidad. Un gran discurso, construcciones imponentes, una adecuada
publicidad, y los consumidores se agolpan para entrar a determinado colegio o
universidad. El resultado de la inversión en sus hijos que hace el consumidor
poco importa.
Si sostener el
negocio requiere del aporte del Estado, ese deleznable monstruo perverso que
merodea en el espectro de los miedos del neoliberalismo, no importa: se acaba
la competitividad y todos corren a sacarle leche a esa vaca que tiene que
hacerse cargo de los costos fundamentales del negocio, y las instituciones
solemnes de la mala educación crecen bajo el subsidio y los beneficios de leyes
construidas para que el negocio prospere, bajo el puño férreo de los sectores
que tan ampliamente se han beneficiado de la destrucción sistemática de la
educación pública.
Hace cuatro
años, los estudiantes de enseñanza media, como no había ocurrido desde los
tiempos de protestas contra la dictadura, desbordaron las calles exigiendo educación
pública, laica y gratuita. Fue la llamada “revolución de los pingüinos”. “Pingüinos”
es el apelativo de los estudiantes secundarios por el color de sus uniformes:
camisa o blusa blanca y el resto de la indumentaria es de color azul marino.
Su meta fue poner fin a la Ley Orgánica
Constitucional de Educación (LOCE), un engendro de la dictadura que pretendía
el inmovilismo del sistema. Sus demandas fueron acogidas en el sentido formal –
desapareció la LOCE -, pero lo demás se diluyó en los vericuetos de comisiones
y pasillos parlamentarios, de una clase política que se asusta ante cualquier
contradicción de fondo.
Sin embargo, los
estudiantes, principales víctimas de la indolencia de la clase política y de la
conspiración del dejar todo igual, definitivamente han dicho que no están
dispuestos a dejar que las cosas sigan otros 40 años tal como está ahora. Fueron
50 mil estudiantes, en las principales ciudades chilenas, que marcharon en los
días recientes para exigir más recursos para la educación superior fiscal. Es
la manifestación más importante de estudiantes exigiendo en torno a sus
demandas, luego de la llamada “revolución de los pingüinos”. Es una potente
señal de quienes serán ciudadanos dentro de esta misma década.
Un movimiento ciudadano
– Educación 2020 – puso un desafío hace dos años, que no se cumplirá
seguramente, en cuanto a lograr tener para ese año resuelto el problema de la
calidad. Sin embargo, no es lejano ese plazo para que entonces esté construida
y actuando una mayoría social y política, que imponga un proyecto
verdaderamente nacional de educación, como ocurre en los países que efectivamente
se encuentran en la categoría de desarrollados, obsesión esta de la clase política
chilena desde hace rato.
Para ello es
fundamental lo que se haga en la educación pública. Sin la recuperación significativa
de la gestión del Estado en ese plano, y en los tres niveles del sistema –
básico, medio y terciario -, no es posible sacar a la educación chilena de la
actual tendencia y de los pésimos logros. No es posible creer en superar las
barreras fundamentales del subdesarrollo y de la desigualdad. Porque el actual
sistema se sostiene básicamente en ambas realidades. No es una educación que
potencie la revolución del saber y que nos enrumbe por los grandes desafíos del
conocimiento, solo es certificadora de determinados contenidos curriculares.
Tampoco es una educación que promueva una idea coherente de país, y, por el
contrario se basa en la caracterización y estructuración de la desigualdad y la
estratificación social. Tal vez ese sea su más significativo logro: construir
la desigualdad.
Todas las medidas
implementadas en los últimos años para producir alguna satisfacción frente a la
crítica social y política contra el modelo vigente, no han atacado el fondo del
problema, el determinismo del lucro y el predominio privado y anárquico de
quienes han hecho un jugoso negocio. El actual Ministro de Educación, un
ilusionista desde sus tiempos de alcalde de una de las comunas más ricas del país,
sacó de su sombrero los Liceos Bicentenarios, con la idea de instalar 30
establecimientos de excelencia en distintas comunas del país. Una nueva fanfarria
de un político que se construyó como tal en la alabanza a la “revolución
silenciosa” de Pinochet, que se expresa en el fundamento neoliberal que hizo de
la educación chilena un anarquía con resultados mediocres pero muy lucrativos.
Los estudiantes
han salido a las calles contra ese sistema nuevamente. Es un paso significativo
que debe llevar a ciudadanizar el problema (perdonen el neologismo, pero es más
que necesario). Ojalá su impulso no se pierda, como hace cuatro años, entre los
pasillos parlamentarios de una clase política que, por esencia, prefiere las
cosas como están, antes que abordar los cambios de fondo que requiere la peor
de las crisis que afecta a Chile y la más determinante para su proyecto de país
y de desarrollo: la crisis de su educación.
Carlos Cárdenas Olivares, Medicina
Excelente columna de Sebastián, quien pone el dedo en la llaga: falta completa de voluntad política para construir juntos una educación pública de calidad y la conspiración de los poderosos del dejar todo igual. La educación superior en Chile es una vergüenza: no hay regulación, muchos conflictos de interés en la acreditación, nula investigación en universidades privadas, cobros a los estudiantes con créditos que corroen toda decencia, carreras que no tienen ninguna posibilidad futura, dudosa capacidad técnica y profesional de sus egresados (Derecho y Medicina, son ejemplos de esto), etc. El problema de la educación debe ser prioridad uno en los tiempos que corren. De allí que esté de acuerdo en que es la peor crisis que afecta a Chile. Mantener la ignorancia, como pretenden los conservadores de todos las eras, no será posible en la nueva sociedad de la información y globalización. O se dialoga para solucionar este problema, o vendrán tiempos difíciles. El nivel de esta desigualdad chilena en la educación sólo permitirá mantener la estratificación social, caldo de cultivo de generación de conflictos que un pueblo como Chile no se merece. Por lo demás, son muchos los que saben lo que hay que hacer. Hagámoslo, por el bien de todos, por hacer efectiva una Patria más justa y buena.