Ha vuelto a suceder, no es la primera vez y, por desgracia, no será la última. Puede que el número de muertos llegue a varios centenares y los heridos pase el millar. Fue en Bangladesh, como podría haber sido en India, en Pakistan, en Vietnam, en Thailandia o en China. No se trata de una fatalidad, tampoco de una mala coincidencia, se trata de un crimen, un crimen que tiene culpables y cómplices y que hay que investigar para que se esclarezcan los hechos y no vuelva a repetirse. El crimen se cometen con la ley en la mano, con la ley de unos países que apenas son capaces de hacerla cumplir, pero con la ley en la mano. Los culpables, de forma sistemática, salen indemnes y las víctimas siguen aumentando cada año. Mientras, muchos buenos hombres siguen callando y ese mal es superior al mal que comenten algunos pocos malos hombres. Los abogados, pagados con el dinero que genera el crimen, son capaces de abrir una sima legal entre los hechos y sus causas, y sobre esa sima se extiende el abismo en el que Occidente fragua su declive moral, el derrumbe de lo que nos hace humanos.