De El Gran Carnaval (Billy Wilder, 1951), se desprenden dos aspectos fundamentales: en primer lugar, que el director de títulos tan jocosos y del calibre de Con faldas y a loco (1959) o La tentación vive arriba (1955) era algo más que el rey de la comedia. Estaba claro que, si se lo proponía, Wilder podía ser tan despiadado en el cine negro, en su capacidad de radiografiar de forma inmisericorde estamentos de poder tales como periodismo o política, como francamente hilarante en el terreno cómico. En segundo lugar, esta feroz condena a la incesante manipulación a la que los mass media someten a sus ciudadanos, reflejó la naturaleza atemporal de su obra, que más de medio siglo después de su estreno sigue impactando por su brutal paralelismo con la realidad. En efecto, muchos espectadores contemporáneos no lo tendrán muy difícil a la hora de identificar cómo la materia prima de la película, ese periodismo sensacionalista y amarillo a la que se lanza continuos dardos envenenados, se asoma diariamente a través de nuestros televisores o protagoniza portadas de periódicos de (des)información; un tema que siempre interesó al director, como se demostró en su posterior e igual de recomendable Primera plana (1974).