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Fue un acto vil que anunciaba el despotismo con que los dirigentes populares de
la provincia iban a actuar durante las dos décadas siguientes. Ningún dirigente
del PP se llevó, entonces, las manos a la cabeza por aquellos actos que sólo
trataban de intimidar, por la vía del acoso a su vida privada, al alcalde de la
ciudad.
En
democracia la protesta, en sus diferentes modalidades, es un instrumento
legítimo de denuncia o de crítica política ante determinados comportamientos
del poder, que la sociedad o una parte de ella cree lesivos para sus intereses.
No es posible construir una sociedad democrática sin el derecho a manifestar la
discrepancia y la injusticia, por tanto, aquellos que ostentan el poder, ya sea
otorgado por los ciudadanos (léase poder político) o en representación de organismos
civiles (léase Patronales, Sindicatos, Iglesias, etc.) deben saber que están
sujetos al juicio de la sociedad y no exentos de la crítica a sus
comportamientos y decisiones. Cualquier otro escenario que invalide o cercene
este derecho ciudadano estará limitando la calidad de la democracia, cuando no
subvirtiendo ésta para convertirla en una oligarquía. Pero el derecho a
protestar debe tener unos límites que han de basarse en el respeto hacia los
demás, la tolerancia del contrario y la aceptación de unas reglas del juego,
que si se obvian pueden poner en peligro la propia esencia de la democracia y
la sustancia del objeto de la protesta. Quienes organizan protestas que se saltan
estos básicos principios de convivencia están cometiendo un error al convertir
sus actos en protagonistas que ensombrecen el objetivo de sus reivindicaciones.
Además la manera de entender la convivencia en democracia dice mucho de cuál
puede ser el modelo de organización política de la sociedad, que no estará muy
lejana de la intimidación si no se respeta a todo aquel que no piensa o actúa
como a la mayoría dirigente le gustaría. No estaríamos ya en una democracia,
pues las reglas de respeto y tolerancia dejarían de existir, iniciando el
camino de la olocracia, que tal como la definió Aristóteles es el gobierno de la
muchedumbre, en donde la frontera con la tiranía es difusa; según Rousseau, se
trata de desnaturalizar la voluntad general, en nombre de la difusa voluntad de
todos. En definitiva, si la situación actual se puede empezar a aparecer a un a
olocracia oligárquica en donde los grupos dirigentes ostentan cada vez más
poder y lejanía de los intereses de la ciudadanía, con comportamientos de
protesta en contra de esta actitud, que se salten las reglas del juego
democrático, podemos degenerar hacia una olocracia en nombre del pueblo, que
acabe imponiendo la voluntad de una mayoría sobre el resto de la sociedad.
Ejemplos en
la historia hay muchos. Quizá el más paradigmático haya sido la Revolución
Soviética que pasó de la oligarquía zarista a la dictadura comunista en nombre
del pueblo para consolidar una nueva oligarquía en nombre del proletariado,
sustentada en la intimidación y la represión de todo aquel que no aceptaba esa
nueva mayoría. Los meses previos a la Guerra Civil Española se distinguieron
por la intimidación política entre los bandos revolucionario y fascista, que
dio paso al matonismo, que acabó convirtiendo el asesinato político en moneda
de cambio para dirimir las diferencias, lo que llevó, una vez terminada la contienda,
a que en la Nueva España no tuvieran cabida los vencidos, instaurándose una
triste época de impunidad, crímenes, exilio, extorsiones, depuraciones y miedo.
Dicho lo
anterior quisiera llamar la atención sobre el peligro que comporta el salto
cualitativo que supone el denominado “escrache”: manifestación pacífica frente
al domicilio de un político, que se está poniendo de moda en España. Algunos
pensarán que ligar lo dicho en las líneas de más arriba con el escache que
practica la Plataforma de Afectados de la Hipoteca es un barbaridad fuera de
todo fundamento, pero más allá de la buena voluntad de la PAH y la justeza de
sus reivindicaciones, las formas en democracia son imprescindibles. El escrache
no deja de ser una intimidación privada del adversario político, y lo que hoy
una gran parte de la izquierda saluda con beneplácito y satisfacción porque va
dirigido contra la políticos de la derecha, mañana se puede volver en su contra
y practicarse contra la izquierda, y entrar en una espiral de intimidaciones,
que ahora preferimos no ver, por una ceguera política supina e ignorante. La
distancia entre dos acontecimientos históricos similares, más allá del
temporal, puede ser de un centímetro, y lo que hoy nos parece imposible mañana
es ya una realidad. En España estamos viendo en qué poquito tiempo han cambiado
cosas que hace nada parecían inamovibles.
Ada Colau
tiene todos mis respetos como luchadora social y reconocimiento por haber sido
capaz de levantar un movimiento de contestación, a la inmovilidad del poder,
modélico, a través de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que nos ha
enseñado que todo es posible, que sí se puede, cuando existe voluntad de
cambiar las cosas. Pero Ada Colau, como todos los mortales, también se
equivoca, es Ley de vida, y debería mostrar que además de una magnífica
luchadora es sabia, rectificando sobre el escrache. La vida privada de las
personas es un bien que está por encima de la vida pública, y si es cierto que
la política de desahucios está arruinando la vida muchas familias, eso no
legitima para ponerse a la altura moral de los desahuciadores, como no es
legítima la pena de muerte para castigar a los asesinos. Otra cosa es la
presión social y la crítica en su vida pública, algo para lo que los políticos
deben estar preparados. Además el escrache es carnaza para las fieras
mediáticas de la derecha, que han encontrado una excusa inmejorable para
deslegitimar a la PAH y a Ada Colau, tratando de focalizar el problema en el
escrache y no en el drama de los desahucios, algo que al PP y sus banqueros le
resulta bastante incómodo.
Qué duda
cabe que nuestra democracia hay que revisarla, mejorarla, hacerla más
participativa y generadora de bienestar social. Quizá estemos ya en la Segunda
Transición, no empecemos pues saltándonos los límites de la tolerancia y el
respeto al adversario político, porque en definitiva la sociedad la formamos
todos: los de derechas, los de izquierda y los de en medio. Todos constituimos
la voluntad general como lo definía Rousseau en El Contrato Social.