La soberbia es uno de los
defectos más indignantes. Así lo dijo en una entrevista el entonces Cardenal
Bergoglio, actual Papa Francisco, a poco de haber renunciado Benedicto XVI.
Luego de estas semanas de pontificado, y tras algunas criticas peregrinas a su
desempeño, vuelvo a pensar en su reflexión sobre este defecto tan humano como
perverso. El afán de algunos de presentarse como los únicos dueños de la
verdad, como aquellos que pueden decidir sobre lo que el otro haga, diga o no
diga, está muy enquistado en el alma nacional.
“La soberbia no es grandeza sino
hinchazón; y lo que está hinchado parece grande pero no está sano”, dice San
Agustín. En efecto, la soberbia sabe pintarse de racionalidad, coherencia y
buen tono. Pero no es más que cántaro vacío y esteril.
Abundan los soberbios. Y en el
plano religioso son especialmente peligrosos. El creerse dueño de la verdad, no
reconocer parte de ella en el otro, lleva a encerrarse, aislarse. Los soberbios
buscan a sus pares, a quienes los adulen, les encuentren la razón. No porque la
tengan. Al final, muchos asienten a lo que digan no porque lo valoren sino
simplemente por evitarse problemas, por conveniencia.
La verdadera y auténtica fe
lleva a la humildad, a reconocerse pecador, imperfecto. Nadie está libre de
culpa. “Soy un gran pecador. Confiando en la misericordia y en la paciencia de
Dios, en el sufrimiento, acepto” fueron las palabras del cardenal Bergoglio al
momento de aceptar el cargo de sucesor de Pedro. Quien se sabe regalado por
Dios, reconoce instintívamente que todo es gratuidad, que no somos dignos de
los dones recibidos, que todo es pura gracia divina.
No tenemos lo que poseemos por
mérito propio. Incluso el esfuerzo en lo logrado, los conocimientos adquiridos,
la ciencia de que disponemos, son regalo. Podríamos no tenerla, haber nacido en
las antípodas. Es bueno contemplarse en aquel otro que ignoramos, que
consideramos menos dotado: el guardia del estacionamiento, el mozo, la nana de
la casa, el estafeta, el obrero de la construcción. Pudimos haber sido
nosotros. Misteriosamente nuestra vida
siguió un itinerario distinto ¿Lo merezco? ¿me lo gané? La verdad es que no.
Somos fruto de un esfuerzo y posibilidades regaladas. Y siempre
administradores, nunca dueños. Hay que caminar por la vida con la actitud del
deudor, de quien da gracias y no de quien exige. Los sabios y grandes hombres –
los grandes de verdad - siempre resultan particularmente humildes por lo mismo:
caen en la cuenta de que todo es don inmerecido. Y de que la vida es corta y
frágil. Se vive mejor cuando se la vive así.