El
otro día, en un autobús, oí, sin querer, una conversación tan
entretenida como crítica entre un par de profesores todavía
jóvenes. Entre las muchas y sabrosas cosas que se dijeron, y para
hablar de la película que nos ocupa, cabe destacar la siguiente
conclusión de uno de ellos: si de estudiante, o de joven,
hubiera asistido a una evaluación o reunión de profesores,
seguramente se me hubieran ido las ganas de estudiar. Ganas
me dieron a mí de ser indiscreto, de meterme en camisa de once
varas, y de preguntar a esos profesores qué sucedía en dichas
reuniones o evaluaciones, ya que había producido en uno de ellos tal
desencanto. No hizo falta mi intervención, y no porque ellos fueran
indiscretos, sino por la visión, al día siguiente de este
encuentro, de la película de Sam Raimi. A los pocos minutos de
iniciada la proyección, uno da gracias por no ser el niño inocente
y bobalicón que era; y por creerse todo lo que le decían con
edulcoramiento y maravillosos efectos especiales. Sí, si los
pasajeros del autobús daban las gracias por la ignorancia pasada, yo
las daba por un cierto conocimiento presente; y por no creerme nada
de cuanto sucedía en la pantalla. Espero que tampoco les afecte a
las criaturas a las que va dirigida la película.
Cierto
es que no todos los tiempos son uno, y que, probablemente, los niños
de hoy no sean tan inocentes como los de antes. Lo que sigue siendo
nefasto es el cine que, pretendidamente, va dirigidos a ellos. Pues
la conclusión de un joven, a la salida del cine, fue que en los
cartelitos en vez de poner “para mayores de siete años”, debería
poner “para menores de catorce años”. Y aun así deberían ir
acompañados de sus padres. Más que nada para que les adviertan
estos de las trampas e insensateces que van a utilizar en su contra:
la ingenuidad de unos padres que creen que un mago de feria puede
curar a su hija paralítica; la amistad del mago de feria con una
muñequita de porcelana, a la que, como un nuevo Jesús, devuelve la
facultad de caminar, pegando sus rotas piernecitas; y la
inquebrantable lealtad de un mono al que ha salvado la vida. Más
tópicos imposible. Y lo malo no es la aparición de los tópicos
sino el uso que se hace de ellos. Pues con la muñequita, el monito,
vestido de botones, y una bruja buena, Evanora, que luego se hace
mala por un supuesto desengaño amoroso, el tal mago debe rescatar a
la ciudad de Oz del poder de la Bruja Mala. La Bruja Mala es tan mala
que se hace pasar por buena, y a la que todo el mundo tenía por mala
es buena. Cosas veredes, Sancho, que farán fablar a las piedras.
Pero ya sabemos que casi nada es lo que parece. Ahora bien, la Bruja
Mala ha reunido y tiene tal cantidad de oro que ella sola sería
capaz, si lo repartiera, de acabar con un millón o dos de corruptos.
O de rescatar a varios países superpoblados con problemas de
liquidez. Pero en lugar de hacer eso, el amor y el odio pueden más
que el dinero, las brujas, malas y buenas, luchan por rencores de
antaño o por celos de hogaño. A todo esto, tres pueblos variopintos
temen a la Bruja Mala, y esperan al mago como algunos esperaban al
Mesías que los iba a liberar del poder de Roma. Entonces apareció
el hijo de un pobre carpintero, casado en segundas nupcias para más
inri, y ahora aparece un farsante. Dicho farsante descubre que la
magia reside en utilizar lo que los otros desconocen. El cine es
magia para unos seres medievales. Y, desde luego, un mojemedieval nos hubiera llevado
ante el tribunal de la Inquisición si nos hubiera visto apretar un
botón y que se abre la puerta del garaje. Todo esto contado con una
fotografía y unos decorados no aptos para diabéticos, aunque los
efectos especiales, como siempre, estén muy bien realizados.
Por supuesto el mago
vence a las Brujas Malas, y para que los niños no le den importancia
a los regalos comprados con dinero, les regala a sus amigos, cuando
ha ganado la batalla brujeril, su amistad, su cariño y su amor.
Precioso. Por si mensaje no queda claro, cuando Teodora, nombre
contradictorio, ya hecha Bruja Mala, se sube a la escoba y empieza a
volar, esta, la escoba, tira un chorro de humo que imaginamos
contaminante y maloliente. Un asco.
No
hay nada como la inocencia, de verdad; pero quienes ya la han
perdido, si la tuvieron alguna vez, podían hacer cosas de más
sustancia y sensatez para los angelicos que, al parecer, todo se lo
creen. No hay nada más difícil, desde luego, que escribir un cuento
para niños sin tratarlos de imbéciles o de necios. Quizás por eso
la película de Sam Raimi hace aguas por todas partes. No obstante,
nunca las palabras The end
estuvieron puestas con tanto gusto y propiedad.