. El castillo se levantaba imponente sobre el
ajetreo de los que, hasta ese día, habían sido sus habitantes, que se afanaban
en los preparativos de la comitiva que iba a abandonar, por la gracia del rey
Jaime, la protección que sus torres, como fieles guardianes que avistaban todo
lo que pasaba en la llanura, y sus murallas, protectoras desde tiempos inmemorables,
cuando eran habitadas por los muslimes, antes que las huestes del rey las
conquistaran para la cristiandad, les ofrecían.
Atrás estaban a punto de quedarse sus años infantiles de juegos
despreocupados; la mocedad en la que empezó a trabajar de sol a sol, junto a su
padre, arrancándole a la tierra dura de los barrancos, que se empinaban hacia
la cima de la montaña, el sustento de cada día; sus esponsales con Isabel, la
hija de Nuño el cordelero, y los posteriores nacimientos de sus hijos Isabel,
Ferrán y Nuño. Todo un tropel de recuerdos le vinieron del golpe, acentuando su
melancolía y la incertidumbre de lo que les depararía el futuro. Pero lo cierto
es que en la plana que se abría ante sus ojos la tierra era mucho más fértil y
ofrecía mayor prosperidad; así lo habían hecho saber quiénes aprovechando el despoblamiento
que habían sufrido esas tierras unos años atrás, al haber sido abandonadas por
los musulmanes que las habitaban después de las revueltas que protagonizaron
contra el rey, se aventuraron a ocupar las alquerías que habían quedado sin
dueño. Ahora que Jaime de Aragón había concedido a su lugarteniente Ximén Pérez
de Arenós la Carta Puebla, por la que autorizaba a ocupar cualquier lugar del
término real, el momento de abandonar el castillo había llegado, para dirigirse
hacia la alquería de Benárabe, lugar elegido para el nuevo asentamiento.
Eso
si el tiempo lo permitía, pues una inoportuna e incesante lluvia estaba
retrasando la partida más de lo aconsejable, que siendo un día tan oscuro
acabaría por echárseles la noche encima antes de llegar a su destino. Era mediodía
y todavía se estaban cargando carromatos y acémilas que transportaran los
pocos, pero necesarios enseres, que don Ximén había autorizado llevar. Si la
noche les sorprendía con esa lluvia y apenas sin escolta iban a tener serios
problemas. Por eso Ferrán, estaba nervioso y el mal humor iba creciendo en su
interior, hasta que avanzada ya bastante la mañana la comitiva se puso en
marcha por el camino que les conducía a las tierras planas y fértiles de su
nuevo destino.
Bajaban
torpemente por culpa del barro que se hizo más intenso cuando alcanzaron la
llanura, dejando tras de sí las rocas de la montaña, medio ocultas entre nubes
que no paraban de descargar agua, lo que les obligaba a tener que empujar los carros
haciendo un esfuerzo enorme que les dejaba exhaustos, sobre todo a los niños,
obligándoles a tener que parar más de lo que sería conveniente. Pero iban
felices, la nueva vida que se abría ante ellos les daba un plus de ánimo y
fuerza que las hacía superar todas las dificultades. Ferrán tiraba con brío de
su carromato hecho con pesadas ruedas de garrofera, que se hundía en el barro
más de lo que a él le hubiera gustado, mientras sus hijos y esposa, salvo la
pequeña Isabel, que iba acomodada y
protegida de la lluvia entre enseres, ayudaban en el empeño. Podía haberse
pospuesto la bajada a otro día con mejor tiempo –pensaba-, pero las órdenes del
lugarteniente del rey se habían de cumplir sin dilación, además ya habían
aguantado bastante viendo como las tierras que desde el cerro se ofrecían a la
vista, permanecía a la espera de que alguien las trabajara.
La
comitiva lentamente se iba adentrando en una llanura pantanosa anegada de agua,
cuando la noche se les empezó a echar encima. Había que tomar decisiones, los
niños y mayores estaban agotados, las mujeres no daban abasto para calmarles y
en los hombres el cansancio empezaba a hacer huella. Además el temor a la
oscuridad de una noche tan inclemente y lluviosa, y acabar perdidos entre las
aguas pantanosas que les rodeaban, empezó a incrementar su desánimo, y las
dudas sobre si había sido una buena idea abandonar sus hogares de la protección
que les ofrecía el castillo, fueron prendiendo en muchos de ellos. Pero no se
podía parar, don Ximén les esperaba en la alquería con todo preparado para su
llegada, y la noche, si no seguían avanzando les engulliría entre el frio y la
lluvia, quién sabe con cuánta desgracia. Ferrán opinaba que debían seguir, a
pesar de ver a su familia al borde de la extenuación, y a su pequeña Isabel en
un llanto provocado por el frío y el hambre. Había que seguir y alcanzar la
alquería; mientras estuvieran en movimiento el cuerpo no sucumbiría a la
derrota. Repartieron las últimas viandas
que les quedaba: longanizas, trozos de los rollo de pan que los niños llevaban
colgados alrededor del cuello y vino para coger fuerzas, y buscaron cañas que
en grandes manojos crecían a la vera del camino. En cada gaiato colocaron un farol alimentado
con grasa de manteca, una luz que les iluminaría hasta su destino, formando una
sirga luminosa que serpenteaba por el camino entre la noche y el agua del
marjal, que salvaban gracias a las cañas que usaban para marcar las zonas
pantanosas y no caer en ellas.
Cuando
Ferrán vio las luces de la alquería al fondo, y los hombres del administrador
real salieron a su encuentro, los ojos se le humedecieron con el grito de
júbilo de toda la comitiva. Supo en ese instante que aquel iba a ser su hogar y
el de las generaciones futuras de su familia, y prometió ante los suyos que
cada año subirían al Cerro de la Magdalena, ese mismo día, tercer domingo de
Cuaresma, en conmemoración del sufrimiento que habían padecido. Lo que no sabía
era que se encontraba entre los fundadores de la futura ciudad de Castellón.