. Fue un acto de suicidio político de unas Cortes provenientes de
una dictadura, en las que la totalidad de los diputados estaban allí por la
gracia divina del Régimen. Sin embargo, muerto el dictador, fueron conscientes
para darse cuenta de que la sociedad hacía años que vivía en otro país
diferente al suyo y, que salvo un nuevo baño de sangre, las reclamaciones de
apertura, cambio y mayor libertad, se iban a convertir en un clamor imposible
de acallar, sobre todo cuando el Régimen, y sus diputados, sabían que se
encontraban en un callejón sin salida, y las puertas de Europa permanecerían
cerradas mientras la dictadura franquista, ya sin Franco, siguiera controlando
el poder en España.
Posiblemente, cuando los diputados a Cortes votaron de viva voz su apoyo o no
al Proyecto de Reforma Política, no estaban pensando en alcanzar una democracia
plena de libertades, y mucho menos en la legalización, pocos meses después del
Partido Comunista. Pero sí eran conscientes de que un nuevo momento político,
después de cuarenta años, se abría y que este sería imparable. Hicieron, pues,
un ejercicio de praxis política, sabedores de que ellos ya no iban a tener que
decir nada en la España que se aventuraba, para que la clase política emergente
(muchos formaron parte decisiva en los nuevos tiempo) se sintonizara con un
sociedad que vivía al margen de ellos, y había empezado a cambiar a mediados de
los años sesenta.
A partir de ese momento, tras el
referéndum del 15 de Diciembre para la Reforma Política (otro valor a tener en
cuenta, el que unas Cortes dictatoriales traspasasen a la sociedad la última
palabra de una importante decisión política), el camino hacia la democracia
queda expedito y, con no pocas dificultades y mucha movilización social, se
avanzó durante la Transición hacia una democracia similar a la de los países de
nuestro entorno geopolítico. Cierto que con muchas imperfecciones, con
demasiados resabios postfranquistas, que han imposibilitado el desarrollo de
comportamientos democráticos más profundos, con un sistema electoral que da un
poder inmenso a los Partidos, y reformas pendientes como la de la Justicia o
una Laboral capaz de impedir que en épocas de bonanza económica la tasa de
desempleo en España no baje de los dos millones de parados. Además del falso
cierre que supuso el estado autonómico para acabar con el problema del encaje
de las nacionalidades llamadas “históricas” en el Estado español.
Lo cierto es que hoy, ese mal diseño de la
democracia que se hizo en La Transición, y que no voy a negar sirvió para salir
de la oscuridad del franquismo y alejarnos de ella, en la medida que nos
acercábamos a los sistemas de bienestar social y político de nuestros vecinos,
está haciendo aguas por puro desgaste, acentuado por la crisis, el
neoliberalismo gobernante que trata de desmantelar el pequeño estado de
bienestar que habíamos construido, la ausencia de una sociedad civil con
capacidad de intervención real en la política, y la conversión de los Partidos
Políticos en un casta de dirigentes que gobiernan pensando más en sus intereses
de élite, que en los problemas de la sociedad, distorsionando letalmente el
papel que deben tener de articulación ideológica, para encauzar las necesidades,
inquietudes y problemas que van surgiendo en la sociedad.
Cuando una mayoría de la ciudadanía
empieza a pensar que los Partidos son parte del problema y no la solución a las
dificultades que la aquejan, estamos ante un dilema que puede derivar en peligrosos
populismos, que oculten tras una máscara de eficiencia el rostro del
autoritarismo y el retroceso en derechos y bienestar. Cuando la ciudadanía ve
el Congreso como un lugar ajeno a sus cuitas, irresolutivo de los
problemas del país, y encima blindado y custodiado por la policía, las cosas se
están haciendo muy mal, y nos encontramos con discursos que sólo pretenden
vaciar la política, para que ésta sea ocupada por grupos de poder que nadie ha
elegido democráticamente y, por tanto, no tienen por qué someterse al control
ciudadano. Cuando la corrupción está instalada en el seno de la clase política
(por acción u omisión) incluida la Jefatura del Estado (se tramita una Ley de
Transparencia que ya de entrada quiere excluir a la monarquía), y los Partidos
nos son capaces de asumir sus responsabilidades, sean penales o políticas, ni
de consensuar medidas contundentes que acaben con ella, la desafección hacia la
clase política es imparable, teniendo en cuenta, además, que millones de
personas no tienen para acabar el mes, en el mejor de los casos, comer o
simplemente han sido arrojados a la pobreza pura y dura.
Cuando todas estas cosas y muchas otras
que no caben en el espacio de este artículo están sucediendo con el
agarrotamiento de la clase política surgida de La Transición, es obvio que
España necesita un cambio, una nueva Transición que posibilite la intervención
de la sociedad civil en política; que supedite a los Partidos Políticos al
control ciudadano mediante una Ley Electoral que dé más poder a los elegidos y
menos a los aparatos de los Partidos; que introduzca mecanismos que
preserven el estado de bienestar, convirtiendo este en un derecho
constitucional; que garantice el trabajo como un derecho, eliminado resabios
laborales del pasado, con una nueva clase empresarial y sindical; que se
instaure un sistema fiscal en el que los ricos y el capital no paguen menos que
los trabajadores, para poder distribuir la riqueza de una manera más justa y
equitativa.
Casi cuarenta años después de la vuelta a
la democracia, urge plantearse un nuevo periodo político, con la disolución
democrática del Congreso de Diputados, y la convocatoria de unas elecciones
constituyentes, para que podamos elegir entre los diferentes modelos de
democracia que nos puedan proponer los Partidos, incluida la organización
territorial del Estado, si queremos monarquía o república, y/o una España laica
o el empastre que existe en la actualidad. Si no es la política la que toma las
riendas del asunto, acabaremos en manos de cualquier Berlusconi al uso, y un
personaje así en España da más miedo que vergüenza.