La filosofía es una
práctica indispensable del vivir humano, útil para afrontar los
pequeños problemas de cada día y cuyo estudio, desgraciadamente, no
ha sido declarado obligatorio como el servicio militar.
Luciano
De Crescenzo, Historia
de la filosofía griega
Soy
de los que opinan que de nada hubiera servido declarar a la filosofía
una asignatura obligatoria en el bachillerato o en la ESO para
despertar el amor por la cultura, o para resolver pequeños problemas
cotidianos, como de nada sirvió el servicio militar para despertar
un supuesto amor a una patria inexistente. El servicio militar, in
illo tempore, fue,
para muchos, una pesada carga en todos los aspectos. Supuso
descubrir, además, que la patria poco o nada tenía que ver con
aquellos mandos chuscos y chusqueros que ni sabían hablar, mandar ni
obedecer. Igualmente, no es la filosofía, como lo fue cuando sí era
asignatura obligatoria, aprenderse de memoria teorías y palabras y
más palabras de un lenguaje enrevesado y pedante que poco o nada
explica de la vida que bulle a nuestro alrededor. Con dichas y
oscuras acepciones se construían unas teorías que no parecían sino
más juegos de palabras, puros galimatías. Un tormento. Para que el
estudio de la filosofía fuera efectivo habría, pues, que cambiar
algunas cosas, y no para que el resto no cambie sino para todo lo
contrario. Quizás entonces la filosofía se convirtiera en una ayuda
para el hombre. Y es posible que aun así continuara siendo varios
interrogantes. Estos nunca están de más.
La primera misión de
quien se dedica a estudiar algo, por verdadera necesidad, o por
obligación, debería ser definir qué es ese algo. O, si se quiere,
delimitar el campo de la búsqueda que, es posible, poco a poco se
irá ampliando, como se amplía el paisaje tras una ardua ascensión
al pico de la montaña. Es posible que la filosofía nos sirva para
afrontar los pequeños problemas cotidianos con cierta solvencia; y
que contribuya a nuestra dicha, o, cuanto menos, a dar a cada
situación su justo valor y medida. Si es así, surge ya la primera
pregunta: ¿Qué es la filosofía, y por qué unas personas pueden
tener un cierto interés por ella en tanto otras la ignoran? ¿Qué
hace que nos ocupemos de la filosofía o que busquemos en sus
enseñanzas un posible remedio para nuestros males? Seguramente las
respuestas a estas preguntas serían tan dispares, o monótonas, como
lo somos los humanos.
Toda
doctrina que quiera tratarse metódicamente debe arrancar de la
definición, para que se entienda bien el objeto de la discusión.1
Es posible que la
filosofía, por atenernos a una definición clásica, sea una cierta
connivencia, amor o amistad, con la sabiduría. Pero entonces también
un matemático o un músico, arquitecto, etc., es un verdadero
filósofo, pues la sabiduría no es privativa de una determinada rama
del saber. Brota entonces la otra pregunta. ¿Qué queremos decir
exactamente cuando hablamos de sabiduría? Muy a menudo hemos oído
que una persona puede ser un sabio en una determinada rama y un
ignorante en otras. Quizás sea debido a la brevedad de la vida, o a
la imposibilidad, humana, de dedicarse a varias cosas al mismo
tiempo. De la misma forma que se puede exigir que nadie ose aprender
filosofía sin saber geometría, también se puede demandar, para lo
mismo, el conocimiento de la música, de las artes en general, de la
medicina o de cualquier otra materia. Ahora bien, con ciencias tan
especializadas como las que tenemos hoy en día, ya no es posible la
existencia de hombres como los que tuvo el Renacimiento. ¿Eran ellos
filósofos?
Es muy probable, por lo
tanto, que saber geometría o música no nos sirva para conocernos a
nosotros mismos, ni para resolver pequeños problemas cotidianos, o
saber distinguir lo valioso de lo perverso. Con ello estamos
indicando que, parece ser, por filosofía, o al menos una de sus más
importantes ramas, se entiende el estudio que se emprende a partir de
Sócrates. Como es sabido, este aparta los ojos de la búsqueda de un
principio generador de vida, llámese aire, fuego, tierra o
indeterminado, para aceptar esta tal como está servida, aunque
tratando de usarla de la mejor forma posible. Con lo cual, y como es
de suponer, hemos abierto la puerta a infinidad de pareceres,
opiniones, escuelas y filosofías. Pues cada uno tratará de vivir
según modelos, educación, forma de ser, y teniendo en cuenta lo que
quiera o no quiera alcanzar en la tierra.
Por
este motivo se deben desatender los otros estudios y preocuparse al
máximo sólo de éste, para investigar y conocer si se puede
descubrir y aprender quién lo hará capaz y entendido para
distinguir el modo de vida valioso del perverso, y elegir siempre y
en todas partes lo mejor en tanto sea posible.2
No hace falta decir que
también antes de Sócrates existían los diversos pareceres. No hay
más que fijarse en los diversos elementos que propusieron como
origen del todo.
Planteada así la
cuestión, desde un punto de vista moral, la distinción entre lo
perverso y lo valioso, parece claro que a la filosofía sólo se
acercarán las personas con problemas, descontentas, angustiadas, y
que desean salir de esa situación de la mejor manera posible. Un
triunfador, un infatuado, jamás sentirá necesidad de conocerse ni
de conocer nada de cuanto le rodea. Se creerá el dueño del mundo, y
que todo está bien. El otro no es dueño de nada, ni de sus
pensamientos; y tal vez a nada le encuentre sentido. Por esa razón
estas personas, las angustiadas, se podían acercar a la religión en
vez de enfrentarse con la filosofía. Es posible que aquella les
ofrezca más consuelo u optimismo al prometer una recompensa, todo
aquello de lo que carecen aquí, tras la muerte. Cuestión de tiempo.
La filosofía, por el contrario, nada promete ni de nada se hace
garante. Es el hombre mismo quien debe conocer sus progresos y marcar
sus metas.
Consideraba
que cada uno, a partir de sus sueños, puede darse cuenta de su
propio progreso, si observa que en los sueños no es dominado por
nada desagradable y que no admite o hace nada terrible ni injusto,
sino que, como en la clara profundidad de una calma absoluta, brilla
sobre él la fuerza imaginativa y emocional de su alma, derramada por
la razón.3
La filosofía, al menos
en sus comienzos, tiene varios tratados sobre la consolación a
diversas personas en idénticas situaciones: la pérdida de un ser
querido. En esos momentos la filosofía se convierte casi en un
manual que ayuda a superar una realidad, muerte o desastres,
naturales o provocados, que, a menudo, supera a la propia persona.
Leídas dichas consolaciones no como mera curiosidad sino como, tal
vez, las leyeron las personas a las que iban destinadas, la filosofía
se puede convertir en un bálsamo, en la voz amiga que ayuda a salir
de una desastrosa situación. Esto, y dependiendo también de cada
uno, puede parecer un gran logro, o muy poco para una disciplina que
ha generado tan gran cantidad de tratados, escuelas y libros.
Por supuesto que esa
misma consolación, o parecida, se puede encontrar en la religión.
La religión, sin embargo, exige una fe. Y esta, a menudo, para
algunos por lo menos, supone comulgar con ruedas de molino. De otra
forma tal vez no fuera fe. Como dicen algunos de los creyentes, la fe
es una gracia que el ser superior nos da, o no nos da. Por supuesto,
y según ellos, también se puede luchar por tener fe; y también se
puede pedir al mismo ser supremo que nos la infunda en nuestras
almas, cabezas, cuerpos o donde sea. Esto, como se comprenderá, es
una contradicción: supone suplicar a alguien en quien no se cree que
nos de fuerzas para creer en él. Evidentemente es mucho más lógica
la filosofía: no exige nada, ni fe ni compromisos escatológicos. Y,
sin temor a ningún terrible castigo, está en nuestras manos seguir
profundizando en ella o dejarla en cualquier rincón. Tal vez hacer
una cosa u otra dependa del grado de descontento que arrastremos con
nosotros mismos. Estamos partiendo de la premisa de que una persona
feliz, no desde el punto de vista socrático, raramente acudirá a
los manuales de filosofía.
También se podría
decir, por la misma regla de tres, que igualmente será difícil ver
a una persona satisfecha de sí misma asistiendo a una ceremonia
religiosa. Y, sin embargo, sabemos que no es así. Dictadores,
generales, banqueros, empresarios, corruptos, etc., asisten a misa y
celebraciones diversas, e incluso llevan a sus hijos para que los
bauticen obispos y arzobispos ricamente engalanados ¿Por qué sucede
esto? Es probable que la respuesta esté en que la Iglesia triunfó
allí donde fracasaron Platón y Séneca.
Ni el uno ni el otro
formaron sectas ni arrastraron a multitudes, como sí lo hicieron,
poco a poco, los famosos apóstoles y amigos de los mismos. Cierto es
que resulta difícil imaginar a Séneca o a Sócrates dirigiéndose a
una multitud con un sermón de la montaña, por ejemplo. Sócrates,
con toda probabilidad, hubiera huido de la multitud; o se hubiera
arrimado con dos o tres de aquellos oyentes, y hubiese comenzado con
sus preguntas más o menos molestas e impertinentes:
-¿Por
qué crees que cuando ha dicho Jesús bienaventurados
los pobres de espíritu se
ha dirigido a ti? Has sonreído al oírlo. ¿Eres pobre de espíritu?
-Sí.
-Si eres pobre de
espíritu quiere decir que algo de espíritu tienes. De la misma
forma que puedes ser pobre de dinero; y, seguramente, tendrás
algunas monedas.
-Sí, las tengo.
-Luego también tienes
que tener espíritu.
-Es obvio.
-Y si te pregunto lo
que es una moneda, ¿podrás contestar a mi pregunta? ¿Qué es una
moneda?
-Por supuesto. Es una
pieza de plata, oro o cobre, que tiene un determinado valor. Y merced
a ese valor, y a su trueque, puedo adquirir otras cosas, como pueden
ser alimentos o vestidos.
-Y si tuvieras muchas
monedas, serías rico, ¿Es así?
-Sí.
-De la misma forma, por
lo tanto, si tuvieras mucho espíritu no serías pobre de espíritu,
y esa bienaventuranza no iría contigo.
-Lógico.
-Muy bien. ¿Puedes
decirme entonces lo que es el espíritu? Hazlo, por favor, con la
misma sencillez que has utilizado para definirme lo que es una
moneda.
Es
muy probable que, en similares circunstancias, aunque algún tiempo
después, Sócrates hubiese sido acusado de herejía y hubiera
terminado en manos de la Santa Inquisición. Tal vez a él no le
hubiera importado. No obstante, entre la cicuta y el fuego
inquisitorial, es mejor la cicuta: no se sufre tanto. Y también es
probable que lo hubieran acusado, y no necesariamente un
materialista, de aceptar la división del hombre en cuerpo y alma o
pneuma,
psique
o como se la quiera llamar. El hombre, por otras escuelas, es visto
como un todo, y como tal debe ser estudiado.
-Que
exista o no el alma; que esta sea intelectiva, vegetativa o como
quiera usted llamarla, en nada debe cambiar nuestra perspectiva y
nuestra forma de actuar, que siempre será la mejor posible. Eso es
lo que dice la filosofía. O al menos lo que afirmaba Cicerón:
Debemos
estar bien persuadidos, si es que hemos adelantado algo en la
filosofía, de que no debemos hacer nada por injusticia, ni por
perversión, ni por intemperancia, aunque podamos ocultarlo a todos
los dioses y a todos los hombres4.
-Estoy de acuerdo
contigo -nos podría decir Sócrates tal vez después de haberse
disculpado porque en griego no existe el tratamiento de cortesía-.
Pero el bueno de Epicuro nos va a responder que todo aquello que es
capaz de mover algo, existe. Y si una imagen te mueve porque te
produce miedo o dolor, existe, es real.
-Sí, pero su
existencia no sería corpórea, y hemos dicho que sólo admitimos el
hombre de una pieza.
-Nada que objetar. Pero
hay realidades incorpóreas como el aire o la luz.
Y con ello
comenzaríamos, otra vez, un inevitable juego de palabras que nos
estaría alejando de nuestra meta, que es lograr que el hombre, a
través de la filosofía, sea menos desgraciado y algo mejor.
El
que sea menos desgraciado dependerá de la escuela a la que se
adscriba, y cuyas enseñanzas siga. Hay filosofías que casi parecen
doctrinas. Y hay doctrinas tan duras, tan exigentes, que es imposible
que el hombre medio las pueda llevar a cabo. Es posible, si se
esfuerza en ello, si se empeña, que dicha filosofía lo lleve a
sustituir una desgracia por otra. No tardará mucho en percatarse,
por ejemplo, de que el escepticismo, o el estoicismo extremo, es tan
difícil de llevar a la práctica como el Ama
a tu prójimo del
cristianismo. No digamos nada del amor que hay que profesar a los
enemigos.5
-En ese caso -nos podía
objetar Sócrates- lo que haces es buscar una filosofía
acomodaticia, una filosofía que no te exija nada.
-No. Que no me exija
nada, no. Que no me exija cosas que están fuera de mi alcance y
dominio.
-Entonces tú sabes lo
que te pertenece y lo que no te pertenece.
-Por supuesto. No me
pertenece la vida y la muerte, que me puede sobrevenir en cualquier
momento. No me pertenece la vida de mis semejantes que pueden chocar
contra la mía y arrebatármela, o dejarme, en un accidente porque el
otro iba borracho, impedido de por vida. Exigirme entonces la
ataraxia es pedirle peras al olmo.
-¿Y te va a servir de
algo abandonarte y estar todo el día pensando en lo desgraciado que
eres y en lo feliz que serías destruyendo al otro?
-No.
Tiene usted razón. El ejemplo está muy mal traído. Ya sé que tal
vez me diga que lo que debo hacer es aplicar aquello de haz
que las cosas contra las que nada puedas, que nada puedan contra ti.
-Es
una buena máxima.
-Tal vez. Pero ¿cómo
aplicarla cuando uno está en el trabajo, no se encuentra a gusto en
él, lo necesita porque tiene que comer y pagar la hipoteca, y no
puede marcharse y no le gusta la gente que tiene a su alrededor?
-Eso
le correspondería más a Séneca que a mí contestarlo. Pero creo
que te diría que debes procurar, por todos los medios, que toda
situación negativa se convierta en positiva para ti. Esas
situaciones no las vas a poder cambiar. Bueno, tal vez un estoico te
propondría una revolución de los esclavos, como la de Espartaco, o
algo así; pero en eso consumirías tu vida, generarías más y más
violencia, y no lograrías nada. Creo. Un epicureista, por el
contrario, te diría que delimitaras la zona, que actuaras siempre
correctamente, y que ese correcto actuar generará en ti una fuente
de placer. Es decir que te esforzaras en lo que predicaba el maestro:
Decía
Epicuro que la filosofía era operación que con razones y argumentos
hacía la vida bienaventurada.6
-¿Y cómo se logra
eso? ¿Se puede actuar bien cuando lo que se premia es lo contrario?
-Sí.
Es difícil y complicado, pero sí. Se puede y se debe hacer. Ahora
bien, estamos hablando de filosofía. Quiero decir que no esperes
nada a cambio de esto. La filosofía, querido amigo, se parece un
poco a aquellas damas de finales de la Edad Media, la
belle dame sans merci. El
caballero la amaba, la seguía, ejecutaba cuanto ella le mandaba,
pero nunca obtenía nada a cambio. Sólo el placer de bien servirla,
y la muerte, que es el fin de todo.
Pensé
entonces que tal vez la filosofía se podría definir como una
especie de búsqueda de un saber vivir sin molestar a nadie ni ser
molestado por los contratiempos. Tal vez sea eso.
Y que tal vez proporcione un atisbo de paz o tranquilidad si somos
capaces de llegar a un mínimo de conocimiento y de actuar en
consecuencia. Ahora bien, nada más difícil que el nosce
te ipsum, y
ser virtuoso u honesto a carta cabal. Tarea harto complicada, como
nos recuerda don Francisco de Quevedo: Pues
“filósofo” no dice otra cosa que amante de la sabiduría, que
fue reprehensión de los que antes se llamaban sofos,
sabios.7Seguramente
jamás llegaremos a un leve atisbo de sabiduría, pero tal vez valga
la pena intentarlo.
1Cicerón,
Sobre los deberes, Traducción
de José Guillén Caballero, Madrid, Alianza Editorial, 2008, p 62
2Platón,
La república. Traducción
de Conrado Eggers Lan. Editorial Gredos, Madrid, 2006, X, 618c
3Plutarco,
Moralia I, Cómo percibir los propios progresos en la virtud,
Traducción de Concepción
Morales Otal y José García López. Editorial Gredos, Madrid, 2008,
12 83A
4Cicerón
Sobre los deberes, Traducción
de José Guillén Caballero, Madrid, Alianza Editorial, 2008, p. 210
5Una
interpretación de este mandato se puede ver en La cuna y la
sepultura, de don Francisco de
Quevedo. En ella, el enemigo es quien critica, advierte y nos
mejora. El amigo, por contra, quien tolera nuestros vicios. Véase
capítulo III de dicha obra.
6Sexto
Empírico, Contra los matemáticos. En
Francisco de Quevedo, Defensa de Epicuro contra la común
opinión. Edición de Eduardo
Acosta Méndez, Editorial Tecnos, Madrid, 2008, p.48
7Francisco
de Quevedo, Doctrina moral del conocimiento propio, y del
desengaño de las cosas ajenas. Cap.
IV