Cualquier creyente ha de enfrentarse en su propia vida con el tema central de la experiencia de Dios: su silencio. Dios no habla, ni física ni metafóricamente; Dios calla. Calla cuando sus supuestos hijos desfallecen o mueren; calla cuando los tiranos hacen escarnio de los opositores; calla cuando la desolación se apodera de un pueblo; calla cuando tantos y tantos mueren sin una causa justificada; calla cuando alguno de sus hijos le pide explicaciones; calla, con un silencio atronador que deja escuálido cualquier pensamiento que quiera enfrentarse a ello. Por eso, las palabras de Pascal siguen siendo hoy vigentes, quizás más que nunca: "me aterra el silencio de los espacios infinitos". Me aterra, con pavor enorme, que mientras en algún lugar oscuro se está torturando a alguien, el cielo no denuncie a los torturadores. Me aterra, con un horror indescriptible, que un niño sea obligado a matar a sus padres e incorporado a uno de los múltiples ejércitos al servicio de espurios intereses de multinacionales, mientras el cielo sigue impertérrito los acontecimientos. Me aterra que sigamos comprando y vendiendo como si tal cosa, como si nuestros actos no fueran crímenes diarios contra el planeta que nos acoge, y el sol siga saliendo todos los días sobre las muchedumbres zombis que pululan por los parques temáticos del horror posmoderno que son los centros comerciales.