Hacía un frío que
pelaba. No me apetecía salir, y no porque le tenga miedo a la lluvia
ni a la nieve sino porque, en el cine, no proyectaban nada que
tuviera el más mínimo interés para mí. Tampoco tenía muchas
ganas de pasear: mis piernas, y otras partes de mi cuerpo,
necesitaban un descanso. Había pasado toda la mañana leyendo, así
que mis ojos me lo presentaban todo un tanto borroso. No podía con
la televisión, por ese y por otros motivos. Me fui, pues, a la sala
común con cara de resignación. Nada más entrar, me mostraron un
periódico con la foto del papa en primera plana. Ya había leído la
noticia en Internet. Entré al trapo inmediatamente. Hablar casi
siempre me ha gustado.
-Vaya por delante -les
dije a los integrantes de la tertulia de aquella tarde en tanto me
sentaba- que no tengo nada ni en contra ni a favor de la Iglesia;
pero me ha resultado muy reconfortante el gesto del papa presentando
su renuncia.
-Sí -afirmó doña
Paquita-. Cosas veredes, Sancho, que farán fablar a las piedras.
Fíjese, con los años que llevo sobre esta tierra, y antes he visto
la renuncia de un papa que la dimisión de un político.
-Pero es que en la
iglesia -lo pronunció así Tomás, el viejo sindicalista, con
minúscula- no hay intereses partidistas...
-¿Quién ha dicho eso?
-preguntó Jordi el nacionalista poniéndose de pie y mirando
furibundamente a su alrededor-. ¿Conoce alguien de algún sitio en
el que no haya intereses, capillas, grupúsculos y demás? Sospecho
-añadió sentándose de nuevo- que algunos de los políticos no han
renunciado a su cargo por presiones de su partido.
-En eso no le falta
razón -asintió doña Paquita hablando con su acostumbrada dulzura-
porque a veces, tras un escándalo, da pena verlos en la tele, y
causa sonrojo oír las cosas que dicen y defienden. ¿No se dan
cuenta de que están haciendo el ridículo? ¿A quién se le ocurre
decir, a bombo y platillo además, que hacer pública la declaración
de renta es hacer un ejercicio de transparencia?
-¡Ay, señora Paquita!
-exclamó el señor Tomás, el sindicalista- más cornadas da el
hambre.
-Pero, hombre, -replicó
la buena mujer- si todos estos, políticos, asesores y demás, dejan
el cargo cuando pierden las elecciones, y se colocan enseguida de
consejeros de empresas, o de conferenciantes. No creo que ninguno de
ellos pase necesidad.
-Sí, es verdad
-intervine-. Es una cosa que siempre me ha causado un cierto
desasosiego: ¿qué asesoran o aconsejan esas personas? Porque hay
algunas de ellas que se dedicaron a hundir bancos y cajas de ahorros,
y luego las meten de consejeros...
-Bueno -intervino el
sindicalista- eso es porque les devuelven viejos favores.
Seguramente, les montarán un despacho, les pondrán una secretaria y
un ordenador, les darán un buen sueldo, y nadie hará caso de lo que
digan o dejen de decir.
-En eso tiene razón
-aseguró el viejo nacionalista-, pues enviarlos a casa cobrando un
sueldo, y sin cubrir las apariencias, sería demasiado descarado.
Aunque al grado de desfachatez que hemos llegado...
-¿Y ustedes creen
-preguntó doña Paquita- que esto del papa traerá cola? Quiero
decir que si con su renuncia abrirá el camino a nuevas renuncias y
dimisiones.
-No creo -repliqué-.
Los habrá dejado a todos un poco descolocados, es innegable; pero
políticos y banqueros pensarán, con toda la lógica del mundo, que,
al fin y al cabo, el papa no tiene hijos, ni una familia que
mantener... Es un ejemplo a seguir, por supuesto; pero para los
demás.
-Eso es pura demagogia
-me replicó doña Paquita con la mejor de sus sonrisas.
-¿Y qué es un
político sin demagogia, y más si es español? Un jardín sin
flores, un militar sin uniforme, y la Gioconda sin su enigmática
sonrisa -así de poético se nos puso don Tomás, el viejo
sindicalista.
-En más de una ocasión
-pensé en voz alta- se me ha ocurrido soñar con una especie de
aparición divina. Zeus, o alguien barbado y con poder sobre la vida
y la muerte, me decía que me iba a regalar una vida completa, y que
no lo considerara tiempo perdido porque luego me regalaría todas
cuantas quisiera, hasta que me hartara de vivir...
-¿Y para qué quieres
eso? -me preguntó el nacionalista que, de vez en cuando, tenía la
manía de tutearme. En más de una ocasión me mordí la lengua para
no llamarlo Jorge de san Jorge por esa falta de respeto suya.
-Para mal gastarla,
para meterme en un partido político y ver cómo funciona por dentro;
y para tratar de escalar puestos hasta llegar a ser el líder. Y tal
vez hasta presidente de la nación.
-Valiente tontería -me
replicó-. Funciona un partido político como funciona todo en esta
vida. ¿Acaso no lo sabe? Los mediocres se rodean de mediocres para
que no les hagan sombra. Ya lo ha dicho doña Paquita: ¿es que no
los oye hablar?
-Siempre hay
excepciones -replicó doña Paquita haciendo el gesto de escribir
sobre una pizarra.
-Es posible -le replicó
el viejo sindicalista-. También dicen que existen los unicornios. El
que uno no los haya visto no quiere decir nada.
-No creo que el papa
haya llegado a la silla de san Pedro por enchufes -dijo doña Paquita
un tanto ingenuamente.
-Mire, señora
-respondió el sindicalista- de lo que es la iglesia -otra vez con
minúscula- yo sé bien poco. Pero no le quepa duda de que también
en ella hay sus corrientes, y sus más y sus menos. Como en todas
partes -dijo mirando al señor Jordi significativamente.
-¡Hombre, qué cosas
tiene usted! -exclamó el nacionalista-. Por supuesto que hay
corrientes e intereses. Es un viejo problema. Ya viene de la Edad
Media, por no hablar de las catacumbas. Unos querían llevar un tren
de vida más que pasable, y otros pretendían vivir como vivió el
pobre Jesús. Montescos contra Capuletos. La eterna historia.
-¡Pobre hombre! -dijo
maternal doña Paquita refiriéndose a Jesús-. Lo traicionaron
todos. Como a san Francisco.
-Es lo que suele pasar
siempre -intervine yo-. No recuerdo quién dijo aquello de Dios me
guarde de mis discípulos que de mis enemigos ya me cuido yo.
-¿Dónde ha leído
eso? -me preguntó asombrada doña Paquita.
-No lo recuerdo
-reconocí-. Me parece que me lo acabo de inventar. Creo.
-No, no se lo ha
inventado.
-Ya, ya lo sé. Es
demasiado profundo para que se me haya ocurrido a mí solito.
-Nadie inventa nada. O
casi nadie -me dijo conciliadora y sonriendo-. Lo que sucede es que,
a lo largo de la vida, vamos acumulando experiencias, frases oídas y
pensadas, y uno termina por no saber distinguir unas cosas de otras.
-Sí, tiene razón. A
veces también me quedo un poco asombrado: me acuerdo de cosas que no
sé si las he soñado, las he vivido, las he visto en alguna
película, o las he leído...
-La vejez tiene estos
problemas -dijo el sindicalista-. Es difícil distinguir unas cosas
de otras. Y eso que aun estamos pasables.
-Siempre es difícil
distinguir -dije yo, no muy dispuesto a achacarle a la vejez cosas
que no eran de su completo dominio.
-El que no se consuela
en esta vida es porque no quiere -intervino el nacionalista.
-No se trata de
consolarse o dejar de hacerlo. Además, ¿me tengo que consolar por
ser viejo? ¿Y eso me devolverá mi dorada juventud? ¿Y quién les
ha dicho a ustedes -remarqué el ustedes- que yo quiero volver a ser
joven? Eso es una pura necedad.
-¿No te gustaría
volver a tener veinte años? -me preguntó el nacionalista tuteándome
de nuevo.
-No -dije resuelto y
agresivo-, señor Jorge de san Jorge. Es como volver al inicio del
camino cuando ya se está al final del mismo. No le veo la gracia.
¿Volver a vivir lo mismo? ¿Repetirme? Por favor, qué cosa más
absurda.
Me encantó su cara de
asombro ante el nombre que le había espetado.
-Sí que lo es -me
ayudó doña Paquita-. Además, es una discusión absurda: lo
queramos o no, estamos donde estamos, y no hay vuelta atrás.
-Exacto.
Así que disfrutemos el día. O dicho con más claridad, carpe
diem.
-Eso sin tener en
cuenta -volví al tema- que uno no sabría si tenía que revivir los
sueños, lo vivido, lo real o lo imaginado...
-Nadie se baña dos
veces en el mismo río -apuntó didácticamete doña Paquita.
-Y uno no sabría,
además, qué vivir. Yo de joven, y me imagino que ustedes también,
lo tenía todo claro: las cosas eran blancas o negras; no dudaba de
nada, y menos de las cosas en las que creía...
-Sí, pero el paso del
tiempo todo lo resquebraja -dijo el nacionalista Jordi-. Nada
permanece inmutable. Ni nosotros mismos.
-Exactamente -le
respondí sintiendo que comenzaba a serme simpático por aquella
frase-. Y al cambiar nosotros, también cambian las cosas en las que
creíamos. Y entonces se comienza a percibir que nada es uno,
duradero y eterno. O dicho de otra forma, hay tantos pareceres como
bachilleres.
-Todo es relativo
-volvió a intervenir doña Paquita.
-O todo es mentira -le
respondí yo.
-¿Todo, todo?
-¿Sabe? -le contesté-.
Siendo todavía joven, o relativamente joven, me interesé mucho por
Julio César, por su vida y por sus milagros. Me tropecé con una
biografía sobre él que lo ponía por las nubes. Y, por el
contrario, denigraba a Cicerón. Me aferré a esa biografía como a
un clavo ardiendo. De tal forma que Cicerón siempre fue para mí un
reaccionario. Y Julio César el héroe no comprendido.
-Y lo era -intervino el
sindicalista asombrándome-. Hablo de Cicerón. Fue uno de los tantos
nobles, o recién llegados, que son los peores, que se opuso al
reparto de tierras.
-Hoy
le daría la razón -le dije-; pero no estoy tan seguro de hacerlo
mañana. Recuerdo que cayó en mis manos un libro suyo, Sobre
los deberes, donde
expone, muy bien, porqué no está de acuerdo con ese reparto de
tierras.
-Porque era un defensor
de la nobleza, de un determinado modo de vida.
-En eso tiene razón. Y
ahí sí que se le puede acusar de reaccionario, dándole a esta
palabra un sentido distinto al que tenía en nuestra juventud. Busca
el regreso al pasado porque busca un sistema de valores, la virtud,
la nobleza, el trabajo, la parquedad, la palabra dada... que ya no
existían en la sociedad de Catilina, César, Marco Antonio, Augusto
y demás.
-Digamos que existían
con otros matices o interpretaciones. Y eso suponiendo que esos
valores, tal como los quiere él, existieran en la República.
-Sí, de acuerdo. Y con
eso llegamos al punto crucial, a donde yo quería llegar.
-Que nada es verdad y
nada es mentira -terció la inevitable doña Paquita.
-Yo no diría eso -le
contesté rápidamente-. Más bien diría que los hechos son tan
breves que apenas si existen; y que nosotros, a lo largo de nuestras
vidas, y de la historia, los reinventamos puesto que los
interpretamos una y otra vez... Es decir, el mismo hecho contado por
dos personas se convierte en dos hechos diferentes.
-Por eso me daba miedo
a mí -volvió a terciar la antigua maestra- estudiar derecho, que es
la otra carrera que me atraía: ¿cómo juzgar a una persona? ¿cómo
saber si es culpable o inocente?
-Muy fácilmente -le
respondió el señor Tomás, el sindicalista-. Es culpable todo aquel
que no ha respetado la ley, que se la ha saltado a la torera. Por
ejemplo, la inmensa mayoría de los políticos de ahora son
culpables, unos de robar y otros de ocultarlo.
-No estoy de acuerdo
-dijo doña Paquita golpeando la mesa con el dedo índice la mano
derecha-. No todos son iguales. Mire, cuando estaba en el instituto,
me hartaba de oír hablar de los alumnos. Y siempre se hablaba de los
mismos, y por las mismas cosas. Jamás nombrábamos a los que
estudiaban o tenían un comportamiento adecuado... Creo que fue
Schopenhauer quien dijo que recordamos más el mal que el bien que
nos hacen.
-El
hombre es así de ingrato -corroboró en
Jordi el nacionalista-. Yo no sé, la verdad, si lo que recuerdo es
mentira o no. No lo sé. Sé que siempre tengo el mismo amargo
regusto de boca... No me porté bien con mis padres. No. Y conforme
me hago mayor más y más me amarga su recuerdo y mi actuación con
ellos. El recuerdo se va haciendo cada vez más patente, y más duro
de soportar.
-No se preocupe mucho
-le consoló doña Paquita-. Eso es lo que hacemos todos los hijos.
Tal vez esté en la naturaleza humana...
-Es posible que tenga
razón. Yo llegué a pensar, en infinidad de ocasiones, que las cosas
que he hecho por mis hijos las hacía más por lavar mi nefasto
comportamiento con mis mis padres que por cariño hacia mis
criaturas. Era una especie de venganza al revés. No sé si me
entiende.
-Claro que lo entiendo.
¿No lo he de entender? Y sus hijos serán, o habrán sido, ingratos
con usted; y luego “se vengarán”, si me permite la expresión,
con sus propios hijos.
-Y así una y otra vez
-intervine yo-. Por lo tanto no vale la pena volver a los inicios del
camino. Aquí se está muy bien.
-A menos -dijo el
nacionalista- que uno tuviera la experiencia que ha logrado a lo
largo de la vida.
-Claro, lo que usted
pretende -apuntilló doña Paquita con un extraño brillo en los
ojos- es pasar por el Hades y regresar sin haber tocado las aguas del
río Leteo.
-Me pierdo -le
respondió con ojos como platos el nacionalista.
-Busca usted -insistió
la vieja maestra- una metempsicosis sin antes haber vaciado sus
recuerdos.
Me sorprendió que el
señor Jordí comprendiera aquel galimatías. Me dio la impresión de
que estaba siendo un poco injusto con él.
-Sí, algo así -le
dijo a la vieja profesora-. O si usted quiere, busco una quimera, una
vuelta atrás, no por volver a vivir, sino por vivir, ciertas cosas
al menos, de una forma diferente, para no tener que arrepentirme
luego de nada.
-¡Es usted un
reaccionario! -le grité-. Tal como Cicerón: desea recuperar unas
virtudes que ya no eran las de su época.
-¿Qué dice? -vaya por
Dios, volvía a hablarme de usted-. Yo no quiero recuperar nada...
creo que en todo momento y lugar hay que actuar bien...
-Era una broma,
perdóneme. Pero es que creo que también Cicerón buscaba lo mismo.
-Sí -atajó el
sindicalista-. Aunque él no se percató de que los tiempos habían
cambiado; y que la nueva moral estaba en el pecho de Julio César.
Este comprendió enseguida que la Roma de Cicerón sólo existía en
la cabeza del jurista. Roma ya no era un pueblo de labradores. Era la
capital de un vasto imperio.
-Y requería de una
moral nueva y un tanto maquiavélica -dijo doña Paquita con un dejo
de ironía.
-También la moral
cambia, como todo -apunté yo.
-No estoy de acuerdo
con usted. Hay cosas que permanecen. La ley natural por ejemplo. La
que impide hacer mal al vecino.
-Los mandamientos,
vamos -le contestó el sindicalista con no menos ironía.
-Sí, algo así
-replicó la profesora-. Ya sé que lo ha dicho con retintín; pero
las leyes son iguales para todos.
-Lástima que no todos
tengamos la misma ética.
-¡Ah, señor mío!
Entonces esto sería una balsa de aceite.
-¿Usted cree?
-preguntó el nacionalista-. Seguro que el hombre sabría como
complicarse la vida. Y se la complicaría.
-No lo quepa la más
mínima duda.
-Bueno, y volviendo al
tema que nos ocupa: ¿qué opina usted de la renuncia del papa?
-¡Pobre! -exclamó
doña Paquita toda maternal-. Creo que los graves problemas del
Vaticano han podido con él. Aunque no estuve de acuerdo con algunas
de sus decisiones.
-La Iglesia es
inamovible, querida señora -espetó el señor Jordi.
-Si se refiere usted al
dogma, todos sabemos que eso no va a cambiar. Pero también hay, en
la Iglesia, muchas interpretaciones, y esas sí que son susceptibles
de cambio.
-Me parece a mí, doña
Paquita -dijo el señor Tomás- que nos moriremos nosotros antes que
ver a una mujer celebrar una misa.
-Bueno -intervine yo-
pero eso es porque a nosotros nos queda medio telediario.
-Ya salió el animoso
-espetó el Jorge de san Jorge.
-No le haga caso -dijo
doña Paquita erigiéndose en mi bella dama defensora-. Desde que he
llegado aquí siempre está amenazando con su muerte y su
desaparición.
-Lleva así unos
cuantos años -apuntó el viejo sindicalista.
-Eso es porque esconde
algo. Me recuerda usted, y mucho, a don Miguel de Unamuno. Todos nos
presentamos a los demás como queremos que nos vean. Pero los demás
nos ven de forma diferente a como nosotros nos presentamos. Y a su
vez proyectan otra imagen nuestra, que poco tiene que ver con las
anteriores.
-Y al final -concluí-
uno termina por no saber quién es.
-Efectivamente.
Así que nada más sabio que aquello de nosce
te ipsum,
conócete a ti mismo.
-Es lo que yo he
pensado que quiere hacer el papa al retirarse.
-Es posible -dijo el
viejo sindicalista-. Y es una pena -sonrió de nuevo- que nuestros
políticos no tengan la más mínima noción de filosofía. Se podían
ir todos a un convento de clausura a conocerse.
-Para eso quitaron la
filosofía del sistema educativo. Creyeron que en un corral sin
gallos que cantaran, nunca amanecería.
-¡Qué poéticos
estamos hoy! -exclamé-. Sólo falta que alguien se pague una botella
de sidra.
-Eso está hecho -me
asombró el nacionalista-. Aunque corremos el peligro, suponiendo que
nos dejen tomárnosla, de que crean que somos unos herejes y que
estamos brindando por la renuncia del papa. ¿No se acuerdan de lo
que sucedió cuando murió Franco? ¡Qué tiempos aquellos!
-Con lo que me gustan a
mí los cantos gregorianos -corté sus melancolías-. ¿Les he
contado alguna vez uno de mis viajes a santo Domingo de Silos, cuando
pasé toda una tarde oyendo cantar a los monjes?
No seguí. Por los
gestos comprendí que aquella historia la había contado más de una
vez. Me callé. Fuera hacía mucho frío. El cielo estaba muy negro.
Comenzaron a caer las primeras gotas. Me acordé de las ventanas de
mi escuela de niño y se me nublaron los ojos. La sidra estaba muy
fresca y muy buena. Brindamos todos por nosotros. La verdad es que
formábamos un bonito grupo.