Sin duda, el anuncio de la renuncia del Papa Benedicto XVI
tomo al mundo por sorpresa, no solo al universo católico, porque se trata de
uno de los hombres más poderosos y quizá el más influyente del orbe.
El asombro naturalmente se relaciona con la necesidad de
encontrar una explicación más allá de los motivos, porque evidentemente una
circunstancia de esta magnitud conlleva la elaboración de toda clase de
hipótesis.
Por definición se entiende que el ministerio no termina sino
hasta el fallecimiento, quienes lo asumen comprenden esa obligación y están
impuestos a ella.
No se trata solamente de una tradición, mas allá del formato
es un dogma, es parte inherente de la propia investidura, precisamente por ello
la eventualidad de la renuncia materialmente no existía.
En el pasado hemos visto sumos pontífices que llegan al
final de sus días, agotados mental y físicamente, sin capacidad humana de
continuar con el esfuerzo, sin embargo esa condición es parte del sacrificio
personal que impone la condición.
Recordemos los últimos meses de vida de Juan Pablo II, que
en ese límite físico, bordeo la frontera de lo permisible, su situación
personal hacia evidente que sus facultades estaban totalmente mermadas.
Aun así continuo hasta que llego el fatal desenlace,
sostenido seguramente en su fe y decíamos en la sensación de la responsabilidad
y la obligación, nunca en su caso a pesar de su estado de salud, se menciono la
posibilidad de una renuncia, que en su caso hubiera estado plenamente
justificada.
En comparación su sucesor Benedicto XVI, a pesar de su
avanzada edad no se ve al menos en la fachada exterior tan disminuido como para
poder contrastar su estado de salud con el de su antecesor.
Precisamente por ello, comenzaron las especulaciones, mismas
que se fortalecieron a raíz de que la oficina de comunicación del Vaticano,
confirmo que el Papa no sufre de momento de ninguna enfermedad grave.
De tal suerte que la justificación de la renuncia, se
circunscribe a su avanzada edad, a la incapacidad de poder cumplir cabalmente
con el encargo, pensando tal vez que quien lo suceda tenga las condiciones
adecuadas.
Sin embargo por la edad de la gran mayoría de los
cardenales, eso no es tampoco una escusa, es un hecho que quien sea el nuevo
Papa, también acceda a la responsabilidad con esa misma situación.
Dados los antecedentes ya expuestos, sobre todo aquel en el
que se manifiesta que un Papa no renuncia, no al menos en los últimos
setecientos años, esta dimisión por supuesto favoreció las teorías de que la
misma obedece a otros factores.
Conspiración, lucha de poderes, la posibilidad de evitar un
escándalo y tantas otras versiones surgen cada una con sus propias historias,
que además son sensibles a la fascinación de la narrativa de escenarios.
La tradición vaticana siempre se ha relacionado con la idea
de que al interior de sus milenarios muros, se esconden toda cantidad de
historias, precisamente esa sensación de prácticas ocultas magnifica la
fascinación.
Lo menos fácil de creer, y este por supuesto también es un
asunto de fe, es que el Papa Benedicto XVI realmente este renunciando en un
acto genuino de honestidad relacionado con sus condiciones físicas.
Personalmente me inclino y además así lo quiero creer,
naturalmente esa es una opinión absolutamente de carácter personal, que no
pretende influir en el criterio individual, que efectivamente el Papa tomo esa
decisión sin ninguna presión extraordinaria.
En el análisis bajo estas circunstancias, por supuesto que
resulta complicado ser objetivo, influyen la formación cultural y doctrinal,
las creencias, sin embargo estas no pueden alejarnos de la objetividad.
Los asuntos religiosos y su interpretación son siempre pauta
para la polémica, mas en un país como el nuestro, en donde la creencia y la fe
son valores tan arraigados.
Pero al menos en esta ocasión, en consideración a la calidad
moral del personaje protagónico del suceso, bien se podría conceder
generosamente el privilegio de la duda.
Coincidir en que el Papa Benedicto XVI, dimite en función
decíamos de un acto de honestidad, mediante el cual reconoce que a pesar del
tamaño de su obligación, no tiene ya las fuerzas para continuar.
Sin que esto implique dar marcha a la creación de fabulas
extraordinarias, conspiraciones propias de la literatura de ficción, que tanto
ha aumentado incluso comercialmente en épocas recientes.
Sin conceder que la renuncia por si misma implique un sisma
o en su caso una catástrofe al interior de la iglesia, no al menos en estas
circunstancias, no al menos utilizando este escenario como pretexto para ello.
De cualquier manera muy pronto habrá un sucesor, este tendrá
de inicio una doble responsabilidad, además de convivir con su antecesor
todavía vivo, situación inédita.
La obligación del nuevo pontífice, no solo tendrá que ver
con el desarrollo de las actividades propias de la encomienda, a su vez se verá
en la necesidad de imprimir una dinámica mucho más activa.
Porque como un elemento de observación, una institución tan
añeja no puede permitirse envejecer, por el contrario, lo que se infiere es una
actitud de renovación.
El mensaje no puede relacionarse, menos aun después de una
renuncia, en el debilitamiento de sus estructuras y liderazgos, estos en
contraparte deben tender a reubicar estrategias y objetivos.
Siendo así, aun y bajo los preceptos de la más profunda
tradición vaticana, conservadora por definición, no se puede descartar la
eventualidad de un cambio, una ruta hacia el progresismo.
Si bien el efecto de la renuncia implica una respuesta de
fondo, la disyuntiva estará entre continuar en ese conservadurismo, o adaptarse
a las condiciones de las grandes transformaciones actuales.
No es un planteamiento que obligue a modificar el sentido
espiritual de la fe católica, pero si de un mensaje de apertura y consideración
a los sucesos que influyen en la sociedad moderna.
La renuncia y sus explicaciones son un tema que se discutirá
y se analizara durante mucho tiempo, sin embargo por su impacto, el Vaticano
tendrá que reajustarse.
Como institución continúa siendo el ente más influyente del
mundo, su participación y lo sabemos trasciende al aspecto religioso, de tal
forma que el relevo será analizado con mucho detalle.
Como es de suponer, ante la anticipación del formato, aun
antes del conclave electivo y más aun considerando la opinión del mismo
Benedicto XVI, se puede esperar que su sucesor sea un cardenal a fin a él.
Con todo y ello, el nuevo Papa tendrá que asumir que el
impacto de la renuncia significa un espacio de dudas e interpretaciones
diversas, que de alguna manera son un reto.
Tal vez no haya nada que criticar en la decisión del Papa
Benedicto XVI, sin embargo es innegable que su dimisión tiene un profundo
significado y que será su sucesor quien tenga que resolverlo.
Porque en la condición humana, hasta cierto punto puede ser
comprensible su determinación de renunciar, puede incluso verse como ya
apuntábamos como una muestra de honestidad.
Pero eso también es un valor que contradice la esencia de la
responsabilidad que conlleva la investidura, eso puede ser un elemento de
conflicto que habrá que subsanar seguramente solo con un cambio igual de
profundo.
guillermovazquez991@msn.com
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