En el siglo XVII las profesiones que
no entraban en el esquema de estructuración de la sociedad en estamentos, es
decir: nobleza, clero y campesinado, estaban relegadas a un limbo de
desprestigio en su consideración social, de tal forma que ser artesano, pintor,
herrero, tendero o profesional de cualquier actividad manual o comercial era un
estigma que pesaba mucho si alguien quería ascender en el escalafón estamental,
como le pasó al gran Diego Silva Velázquez, el pintor del barroco español por
mérito propio, que tuvo que litigar durante años, incluso teniendo el favor
real, para que se considerara a la profesión de pintor como una actividad noble
digna de poder entrar en el estamento de la nobleza, al que él aspiraba
convirtiéndose en caballero de la Orden de Santiago.
No
era baladí este problema en una sociedad que no sólo renegaba de las actividades
manuales y manufactureras, sino que obviaba a la burguesía que ya en los países
protestantes europeos empezaba a despuntar, colocándola en terreno de nadie al
no encajar en ninguno de los estamentos vigentes y manteniendo un
comportamiento hacia ella de desprecio y olvido. Por ello muchos burgueses
intentaban alcanzar la nobleza mediante la compra de títulos o con matrimonios
de interés. Por ello y porque los nobles y el clero no pagaban impuestos, un
asunto no menor y que ha tenido mucho que ver en la idiosincrasia de la
sociedad española en los siglos posteriores hasta la actualidad. Fíjense que la
concesión que tuvo que hacer Felipe II para calmar a los vizcaínos que se
resistían en aceptar su integración en la Corona de Castilla, fue darles a
todos el estatuto de hidalgos, exonerándoles de por vida, a ellos y las
generaciones posteriores, de pagar tributos. Lo que llevó a Cervantes de decir
que todo vizcaíno, con que supiera escribir, podía ser secretario del Rey.
De aquellas
mimbres viene que no pagar impuestos, o defraudar mucho o poco a la hacienda
pública, ahora que ya todo el mundo tiene la obligación de pagar, nos coloca,
subconscientemente, al lado de la élite social, por eso se alardea de ello ante
los demás como un acto de prestigio, que va más allá del ahorro económico. Esta manera de entender las obligaciones
públicas que cada individuo tiene con la sociedad es tan baja en España, que la
permisividad es tal que vemos con buenos ojos que los grandes ricos del país
sigan pagando cantidades ínfimas de impuestos, en comparación con el resto de
la población, es decir, los herederos de los campesinos, burgueses,
trabajadores manuales, comerciantes, etc., hasta el punto que el propio Estado
persigue con mayor denuedo a estos que a los herederos de la nobleza, hoy ya no
definida por el título nobiliario, sino por el nivel económico y la cercanía al
poder que se tenga. Tanto es así que la sociedad y el Estado también siguen
exonerando a la Iglesia del pago de impuestos, como ha sucedido con el clero a
lo largo de nuestra historia.
La
mentalidad de dividir a la sociedad en dos grupos metafísicos: los que tienen
privilegios y los que no, o los que tienen que trabajar para vivir y los que
viven de las rentas, hizo que la burguesía española se arrimara a lo largo del
siglo XIX a este principio, y en vez de estar haciendo la revolución industrial
y burguesa, como en el resto de Europa, se aplicara las prerrogativas de la
antigua nobleza, convirtiéndose en una nueva aristocracia, que tuvo su máxima
expresión en el caciquismo, tan extendido por el país hasta la llegada de la II
República, que por cierto, hay que decir que tampoco consiguió acabar con ello
en el ámbito rural. Los caciques y la gran burguesía urbana, dueños del poder,
se las ingeniaban para no pagar impuestos y someter a la población al dictado
de sus intereses, con el agravante de
que la mayoría de esta población, a pesar de su sufrimiento, aceptaba con
resignación cristiana la situación, incluso la defendía si era necesario, quizá
porque la ausencia de una auténtica revolución burguesa condenó a la gran
mayoría al analfabetismo, la ignorancia y la esclavitud económica. Una
situación que tras el lapsus fallido de la II República, se mantuvo durante el
franquismo, que reproducía a través de La Falange y el Movimiento esos parámetros
de idiosincrasia colectiva, sustentados en el caciquismo político y económico.
Con la
llegada de la democracia pareció que la situación iba a cambiar, desterrando
esas prácticas caciquiles e inculcando a la sociedad la necesidad de contribuir
al sostenimiento del tan deseado estado de bienestar que otros europeos
disfrutaban. Y se empezó bien con la extensión de las prácticas democráticas en
todas las instituciones y la puesta en marcha de una ley fiscal que trataba de
abarcar a toda la sociedad en sus obligaciones tributarias (El IRPF tenía 14
tramos impositivos y la declaración de patrimonio hacían que el pago de los
impuestos directos fuese más equitativo). Era el momento de la gran revolución
burguesa en la mentalidad de los españoles, de cambiar nuestra idiosincrasia
histórica y convertirnos en un país moderno, responsable y más justo en la
distribución de la riqueza. Sin embargo eso no se hizo, con los años fuimos
relajando nuestras obligaciones, sobre todo en la exigencia de una fiscalidad
más progresiva, así desparecieron tramos del IRPF, haciéndolo más injusto, se
suprimió el impuesto de patrimonio, se redujo el impuesto de sociedades y se
aprobaron normas que han convertido la tributación de las grandes fortunas en un
hecho testimonial. Todo con el visto bueno de la sociedad, que ve como vuelve
el caciquismo mediante la desregulación de las normas laborales y la pérdida de
poder adquisitivo generalizada en beneficio de unos pocos.
Ahora nos
escandalizamos de todo lo que está sucediendo, pero ¿nos hemos parado a pensar
qué parte de culpa tenemos nosotros y nuestra permisividad hacia la corrupción
política y económica? No puede ser que solamente reaccionemos cuando nos tocan
el bolsillo. La sociedad española tiene que desempolvarse, para siempre, de
esos lastres históricos que todavía pesan sobre nuestra idiosincrasia,
apostando por un futuro de derechos y responsabilidades compartidas, aunque
esto suponga hacer borrón y cuenta nueva del pasado, o seguir siendo ciudadanos
de segunda al servicio de los intereses de clase o estamento de los
privilegiados, como si nuestra historia se hubiera parado en el siglo XVII.