Era cuestión de tiempo que, un director que apunta a El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966) como su película favorita de todos los tiempos -junto con los también western Winchester 73 (Anthony Mann, 1950), Bailando con lobos (Kevin Costner, 1990 o el resto de la trilogía de Leone-, rodase su primera incursión en el género. Quentin Tarantino resucita el espíritu del spaguetti western en Django Desencadenado (2012), drama sureño en el que el cineasta demuestra su admiración por un género que ha condicionado parte de su carrera cinematográfica, como el tramo inicial de Malditos bastardos (2010), donde ya rendía un homenaje al mismo. Sin embargo -y como cabría esperar-, la primera aventura del director en el western es deliberadamente polémica; el responsable de Death Proof (2007) o Pulp Fiction (1994) se aleja de todas las convenciones de Hollywood y de cualquier rastro de lo políticamente correcto; y lo hace través de un espectáculo grotesco, poseído por la irrefutable madurez de un director que siempre ha hecho lo que le ha dado la gana, con alma de cine blaxploitation -donde las personas de raza negra dejan de ser afroamericanos para pasar a ser niggers- y alzando la bandera temática de la esclavitud y lo que de ella se desprende.