En medio de un arte cada vez menos artesanal como el cine, enclaustrado en una vorágine informática capaz de ofrecer tanto brillantes como, en muchos otros casos, ficticios o acartonados resultados, se agradecen especialmente propuestas tan puras y virtuosas como El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki, 2001). Excelente ejemplo de cómo el cine de animación, en absoluto ajeno a la creación por medio del ordenador, puede no sólo sobrevivir sin la efervescencia digital sino, además, salir enormemente beneficiado prescindiendo de ella, lo primero que hay que destacar de esta obra maestra de Miyazaki es su aroma a añejo, esa esencia a película de toda la vida, a esa reivindicación implícita al trazo manual, a la técnica tradicional de animación instaurada, primero, por Quirino Cristiani en El Apostol (1917), primera película de dibujos de la historia del cine, y posteriormente por Walt Disney, productor de Blancanieves y los 7 enanitos (David Hand, 1929). No me cabe duda de que buena parte de la magia, del mensaje y de la fascinación visual de El viaje de Chihiro se hubiese quedado en el camino de haberse realizado dentro de una máquina.