La reticencia de algunos espectadores con el cine de animación, unido con la pobre calidad de muchas de las series japonesas que exportaba el país nipón al resto del mundo en la década de los ochenta, son los dos principales handicap a vencer para disfrutar de una obra tan entrañable y conmovedora como Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988), la cuarta película a cargo del mítico Studio Ghibli, el Pixar japonés, del que Totoro acabó su propio logotipo después de su arrollador éxito comercial. Máximo pilar de la compañía y automáticamente convertida en película de culto, en Mi vecino Totoro Miyazaki vuelve a adquirir un auténtico compromiso de amor hacia la naturaleza, reivindicando la corriente filosófica oriental tradicional que reza que únicamente mediante su conexión se puede alcanzar la máxima plenitud; de esta manera, desarrolla una historia trufada de buenas intenciones, desenvuelta en frondosos y nítidos paisajes, plagando de un torrente de color y belleza cada uno de los fotogramas de esta delicia visual que hará tanto las delicias de los pequeños como de los adultos debido a la universalidad de las cuestiones que recorren la obra de punta a punta.