Cuando una
hegemonía pierde su hegemón entra en una crisis de extrema gravedad no sólo
para sí misma sino para el país donde impera. Y este parece ser el caso de la
hegemonía bolivarista y de Venezuela.
La columna
vertebral del régimen chavista ha sido y es el señor Chávez. Es él quien ha
sostenido de manera principal la hegemonía, desde luego que junto a los altos
precios del petróleo a lo largo del siglo XXI y, también con la tutoría
experimentada de Fidel Castro.
La concentración
despótica del poder que caracteriza al régimen imperante no es alrededor de un
partido o de las fuerzas militares, y ni siquiera en cabeza de un Estado
“revolucionario”, sino que ha tenido y tiene un carácter y una dimensión
personal, es decir, personalizada en el señor Chávez.
Eso se sabe de
sobra, y baste constatar el contenido de intenso culto a la personalidad de
toda la comunicación oficialista, para confirmarlo. Y el referido hegemón,
también se sabe, se encuentra en una fase conclusiva en cuanto al ejercicio
directo de su poder personal.
Por eso y por
otros factores, la hegemonía ha entrado en una crisis interna de enormes
repercusiones sobre el conjunto de la realidad nacional. El tema de la sucesión
y de su manejo constitucional es sólo una parte de esa crisis. Pero el meollo
del asunto está en la viabilidad de la hegemonía sin el hegemón.
Siendo el señor
Chávez el denominador común de su coalición hegemónica, su debilitamiento
personal y su eventual falta absoluta supondrán que las contradicciones de esa
coalición -más temprano que tarde-se agudicen hacia el conflicto abierto.
Por un tiempo,
el instinto de conservación de los entornos podrá diferir la lucha entre sus
jefaturas y corrientes. Pero a la postre ésta será inevitable por la sencilla
razón de que ninguna de sus figuras, ninguna, está en capacidad de llenar el vacío
que ya comienza a sentirse.
Además, en la
mezcla de despotismo y anarquía que caracteriza a la situación venezolana del
presente, la pulsión anárquica tenderá a cobrar fuerza, sobre todo por el
acumulado de profundas distorsiones económicas que pueden transformarse en una
debacle inmanejable por el Estado “revolucionario”.
Asimismo, una de
las habilidades del señor Chávez ha sido la de manipular la opinión social para
encubrir los resultados de los desmanes gubernativos, incluso transmutándolos
en éxitos políticos. Sin su presencia, por tanto, la percepción de la masiva
crisis venezolana se hará más visible y más difícil de ocultar.
Todo ello impone
una obligación especial al conglomerado de la oposición democrática que, hasta
ahora, luce más bien en la periferia de la dramática dinámica de la hegemonía.
Esa obligación consiste en mantener y acrecentar su unidad, para así poder
ofrecer una alternativa efectiva y sólida de gobernabilidad.
Y no sólo con la
mira puesta en los eventos específicos que pueden presentarse a raíz de una
falta absoluta del señor Chávez. Es decir, los que puedan suscitarse en un
plazo próximo, sino en particular con la cabeza bien colocada hacia el futuro.
O el futuro de la reconstrucción de la democracia civil y pluralista de la
nación venezolana.
Y ese futuro
exige que se mantenga la cabeza fría en el incendio.