. Porque el espíritu de estas tierras castellanas, donde la
sobriedad y la mirada siempre perdida en el horizonte, es la imagen vivía de su
paisaje, que en este primero de año amanece escarchado, en una inmensidad que se pierde a la vista.
Una pureza blanca, sólo rasgada por la oscuridad invernal del Duero, el mismo
Duero que cantó el poeta en Soria, pero aquí, embocado ya hacia tierras portuguesas,
donde morirá y se fundirá con el océano Atlántico, es más amplio, más
misterioso y más silencioso. Al mirar el paisaje, extenso como el mar, como ese
Mediterráneo que tanto amamos, cuando en las mañanas de verano la luz del sol
se estrella contra la superficie lisa del agua y espejea, como si fuera un mar
de plata; ondulado por altozanos que, a modo de suaves olas ancladas a la
tierra que humanizan tanto espacio en busca de un lejano horizonte, sentimos el
hielo que lo cubre como una purificación; las miles de gotitas de agua, leves
lágrimas de las estrellas que cubren el cielo en esta época del año, que caen
depositándose en la tierra dura, formando un manto que al amanecer será tan
blanco, que nos parecerá que la
naturaleza se purifica durante la noche, para revivir a un nuevo día de
barbecho, que hará que la tierra se preparé para las siembras de primavera.
Esta tierra de soledades y fríos invernales que pueden
llegar a congelar el alma, sin embargo nos hace pequeños, nos humaniza a la altura
de lo que somos: una pequeña molécula en la inmensidad de la naturaleza, que
vivimos en una tierra alquilada, a la que no siempre sabemos cuidar. Es igual
que cuando uno alcanza el cima del pico de Penyagolosa y al mirar a lo lejos su
vista se pierde entre montañas y valles que modelan esa orografía tan
maravillosa de la provincia de Castellón (dicen que la segunda provincia más
montañosa de España), y piensa qué diminutos tenemos que ser, para poder
habitar y poblar los valles, y desde esa altura parecer que no existimos.
Si consiguiéramos entender cuál es nuestra posición en el
orden cósmico de la cosas, sin soberbias capaces de destruirnos a nosotros
mismos, ni vanidades intelectuales que nos hacen pensar que somos el centro de
la creación, ni egoísmos que llevan a situarnos antes que cualquier especie y
de la misma naturaleza, quizá no estaríamos en la situación que vivimos en la
actualidad, de destrucción de todo que nos rodea, incluso de nosotros mismos
por razones de nuestra soberbia, nuestra vanidad y nuestro egoísmo. La humanidad
ha pasado primero de pensar que era el centro de la creación, que todo el
universo giraba en torno a ella, por obra y gracia de divina. La Tierra era el
centro del universo, porque ésta era la creación de Dios, y el hombre aparecía
como el mayor logro de su inspiración, incluso las mujeres tenían que girar
alrededor de la obra del Creador. Posteriormente, en el siglo XVI, empezaron
a desarrollarse las teorías
heliocéntricas, que tuvieron un impulso definitivo con los estudios del
astrofísico y matemático Nicolás Copérnico, que situaban a la Tierra, y por
tanto al hombre, girando alrededor del Sol. Un golpe en la línea de flotación
del pensamiento cristiano que más tarde, en el siglo XVII, hizo que Galileo
Galilei sufriera la persecución de la jerarquía eclesiástica, por refutar con
su telescopio las teorías copernicanas. Coincide este momento histórico, en el
que la humanidad pasa a ser un elemento más de la naturaleza cósmica, y por
tanto ya no es el centro de la creación divina, con la expansión del
Renacimiento, época en que los hombres se empiezan a medir con Dios en
inteligencia y capacidad para trasformar su creación. Ya había habido un amago
en los siglos anteriores cuando las catedrales góticas se elevaron por encima
de lo permisible, con la intención de acercarse a la Divinidad. Esta época de
reafirmación de la capacidad de los hombres para avanzar sin la necesidad de la
ayuda divina, coincide con un momento de grandes avances sociales, políticos,
económicos, filosóficos y culturales, en el tránsito del feudalismo de la Edad
Media hasta el Capitalismo que trajo la Revolución Industrial, y el Marxismo
que integra a las clases trabajadores en el sistema de producción y los ámbitos
de decisión política.
El tercer gran cambio vendrá de la mano del psicólogo
Sigmund Freud y el psicoanálisis, que abre la puerta a la psicología moderna,
por la cual el hombre ya no sólo depende de sí mismo, si no que existe en
nuestro interior una fuerza denominada subconsciente que es definitoria de su
comportamiento. Ya ni siquiera es el alma, última creación divina que le queda
a la Iglesia por defender, quien rige nuestros actos, o nos proporciona el
libre albedrío. El subconsciente es un elemento que rompe todo vínculo con Dios,
dotando a hombres y mujeres de un motor propio en su interior que hace que
avancemos o no, en función de nuestras capacidades intelectuales y nuestro
estado psicológico. La construcción de la democracia moderna tiene mucho que
ver con la necesidad de alcanzar un estado anímico social y personal
satisfactorio, capaz de cubrir nuestras necesidades individuales y colectivas.
Pero ahora todo está cambiando. Vivimos tiempos de mudanza
por la invención y el desarrollo de la informática, que aunque es pronto para
calibrar de qué manera va a afectarnos, algo ya se puede ir atisbando, al
traspasar el control de nuestras vidas a sofisticadas máquinas electrónicas,
que están provocando un cambio brutal,
por la velocidad en que se está produciendo. Pero como siempre de nosotros va a
depender que la nueva sociedad que surja haya ido a mejor o a peor; que seamos
capaces de detener a las fuerzas del mal que están intentando controlarlo todo,
poseerlo todo. Tenemos que ser capaces de adaptarnos a los cambios para que la sociedad
que surja de esta mudanza pueda vivir mejor y sigamos sintiéndonos pequeños
cuando miremos la inmensidad helada de los páramos castellanos, cualquier
principio de año, o la profundad de los valles de Castellón desde el pico de
Penyagolosa.