Sobre
el cine actual se podría decir lo mismo que sobre el teatro de su
época decía don Benito Pérez Galdós: no puede tomar muchos vuelos
porque el respetable
no
lo entiende y se aburre; ni puede ser muy pedestre porque entonces
deserta una buena parte del público; tiene que moverse, por lo
tanto, como Ícaro, en la medianía, entre la vanguardia y lo
pedestre.1
Por supuesto que esa medianía depende de la cultura de cada país. Y
no es la misma la medianía de ahora que la de entonces, ni es la
misma medianía la de la televisión que la del teatro.
Evidentemente. A esta consideración, ya de por sí importante,
cabría añadir que tanto el cine, y el cine más que nada, como la
edición de libros, o el montaje de una obra de teatro, es un
negocio. Y los negocios, salvo contadas excepciones, están hechos
para ganar dinero, no para educar a nadie. Lo de educar con el teatro
lo hicieron los griegos, dicen, allá por el siglo IV a .C.
Obvio
es decir, a fin de llevar el público a las salas, el importantísimo
papel que juega la publicidad en la época actual. Esa publicidad,
por supuesto, se puede hacer de muchas y diversas formas, según a
quien vaya dirigida, como la obra. Una de esas formas, hablando del
film que nos ocupa, se ha centrado, para darle una verosimilitud
añadida a la historia, en la posible relación de la CIA con el
equipo de La
noche más oscura. Al
parecer se ha comentado que, en la película, se revelan las técnicas
de tortura empleadas por los señores de la CIA para llegar al
escondrijo utilizado por Bin Laden, personaje al que hay que
eliminar. Y a ello va encaminado todo el metraje del film.
Vista
la película, no puede uno por menos de sorprenderse de que alguien
considere que la CIA ha revelado a algún guionista sus técnicas de
tortura, pues lo mostrado en la cinta son técnicas que ya se
utilizaban en la Edad Media, y que no causan más espanto en el
espectador que la escena inquisitorial de El
nombre de la rosa, cuando
al pobre Salvatore le enseñan un hierro al rojo vivo; y el
inquisidor, Bernardo de Guy, aparece como un padre bueno y bondadoso.
Pretender, por otra
parte, que la película de Bigelow sea una crítica a no sé qué
presupuestos democráticos es pedir cotufas en el golfo. Y no porque
la señora Bigelow piense de esta o de la otra manera, sino porque ha
hecho, mal que le pese a alguien, una película de aventuras, casi
del oeste; y, al igual que en estas, no hay ningún planteamiento
ideológico, al menos de forma clara y abierta. Demasiado temprano
para ello. De hecho en las películas del oeste tuvieron que pasar
algunas décadas para que Hollywood se planteara la parte de razón
que tenían los indios. Ya se sabe: la historia siempre la escribe
quien gana. Y, por supuesto, la empatía siempre cae del lado del
vaquero, del blanco, de quien por mucho que cabalgue nunca jamás se
despeina ni suda.
En
La
noche más oscura no
hay ningún planteamiento de por qué surge el terrorismo, ni qué es
lo que este pretende. No es eso lo que pretende dilucidar la cinta.
Insisto: con un tema de actualidad se ha hecho, sencillamente, una
película de acción. Que, por supuesto, no es inocente. Nada en esta
vida lo es. Pero aquí lo único que se dirime es si la protagonista
tiene o no razón en su pretendida localización de Bin Laden, y en
su valor para enfrentarse a sus superiores dentro de la CIA. Ese es
el tema. Llevado, y en eso Bigelow es una maestra, con muy buen tino
y ritmo. No podían faltar, por supuesto, las escenas de acción
perfectamente narradas, por cierto.
La
película parte, pues, del presupuesto de que el terrorismo es malo:
se recuerda, mediante grabaciones de voz, la destrucción de las
Torres Gemelas, la muerte de 3.000 inocentes; y se busca, por
supuesto, al cerebro de aquella masacre. Se recurre para ello a las
torturas, unas torturas que, vistos a los torturados, no parecen ni
tan terribles ni tan dolorosas. Y es ahí donde creemos que se ha
respetado, y mucho, a la CIA. Ni de lejos parece que las cosas fueran
tan suaves, aunque se queje un personaje de que los presos de
Guantánamo tienen ya hasta abogado. Tal como suena. Y, desde luego,
en ningún momento aparece en la película la visión del torturado,
y por qué ha aceptado este meterse en una organización terrorista.
Eso sería hacer otra película. Y no es el tema, lo repito, de La
noche más oscura. Es
una película de aventuras. Y el resto no es sino pura propaganda que
puede despistar a más de uno. En ningún momento se dice nada que no
sea políticamente correcto. Pues también, vistas las escenas
finales, podían haber capturado a Bin Laden y haberlo sometido a
juicio, cosa que debería hacerse en una democracia. Pero, claro, las
complicaciones iban a ser tantas que más valía aplicar la política
de hechos consumados. Esto tampoco se plantea. No hay nada en la
película de Bigelow que pueda molestar o impedir obtener algún que
otro óscar. Dejadas estas consideraciones aparte, La
noche más oscura cumple
a la perfección su cometido: hacer pasar un par de horas pegado a la
butaca, y que el espectador, si no pide imposibles, pase un buen
rato. Nada más. No es una película inocente, desde luego. Como
tampoco lo es la Ilíada
ni
el Mio
Cid, por
poner un par de ejemplos. Ahora bien, las tres obras son de lectura
recomendable, sobre todo las impresas en papel.
1Para
más información véase el excelente prólogo de Luis F. Díaz
Larios a La de San Quintín. Electra.
En Cátedra, Letras Hispánicas, nº 535