Tras cinco largos años de echar gente de sus casas, el poder político ha reaccionado, empujado por las muertes evitables de varias personas que no pudieron soportar el oprobio, cuando no la simple y llana indigencia, de quedarse en la calle sin ningún lugar que le acoja. Han sido cinco años en los que medio millón de familias han perdido su hogar, donde más de dos millones de personas se han visto afectadas directamente, y dada la aún existente solidaridad familiar, más de cinco millones de personas de forma indirecta, sea porque avalaron con sus bienes, sea porque han ejercido la más pura y simple solidaridad humana. Es decir, casi un cuarto de la población española está afectada por uno de los atentados más sangrantes contra los derechos básicos de las personas, tal es el derecho a un lugar donde vivir, a un techo que le proteja de las inclemencias del tiempo, al hogar, lugar donde los seres humanos nos hacemos tales al amparo del amor parental y bajo la protección y cuidado amoroso de aquellos que nos trajeron al mundo y que nos dan todo lo que nos hace verdaderamente humanos. Sin hogar no hay lugar humano; sin hogar no hay familia plena; sin hogar no hay dignidad social que pueda reclamarse como tal.