Desde que las
riquezas empezaron a convertirse en un honor y eran su séquito la
gloria, el mando y el poder, empezó a perder fuerza la virtud, a ser
tenida la pobreza como un oprobio y a considerarse la honradez como
malevolencia.
Es
verdaderamente interesante, en estos tristes años de nuestra
historia, y con los políticos que nos asisten, leer la biografía de
Mario escrita por Plutarco, seguida de las obras de Salustio, La
conjuración de Catilina, y
La
guerra de Yugurta. Leyendo
estas obras, si se abstraen las guerras, las penas de muerte, los
azotes, las torturas y otras lindezas, propias de aquella época de
bárbaros, nos podemos tropezar con una buena radiografía de nuestra
penosa situación y de nuestra sofisticada y culta sociedad.
Muy
a menudo, por no decir siempre, el hombre necesita tener el nombre y
rango de un culpable, o el de quien encarna el cambio de una sociedad
o de un tiempo dado. Y muy a menudo, sobre todo en las aulas, y
durante un tiempo, se achacaba a Julio César el hundimiento de la
República con todos sus positivos valores, y el inicio del Imperio
con sus reprobables vicios. Por supuesto, la República, haciendo
abstracción, representaba los buenos valores tradicionales de la
vieja Roma, con la virtud en cabeza; y el Imperio era el inicio de la
decadencia, pese a César Augusto y al exilio del pobre Ovidio, cosa
que no hacía sino subrayar bien a las claras la corrupción del
momento: se culpa a quien señala con el dedo, no al reo o asesino.
Eso suponiendo que Ovidio fuera exiliado por escribir el famoso y
“escandaloso” Ars
amandi.
Los otros motivos, si los hubo, parece que permanecen en la
oscuridad.
Difícil
y complicado resulta hacerle cargar con las culpas a una sola persona
de todo aquello que acepta una sociedad entera sin ser sometida ni a
presiones ni a coacciones de ningún tipo. O concederle el mérito de
un descubrimiento a un solo científico, ignorando cuanto han ido
avanzando los anteriores a él. Así para Salustio, lo mismo que para
Plutarco, los males de Roma vienen de mucho antes de la llegada de
Julio César al poder. Provienen de la ambición de los viejos reyes,
de los deseos de conquista y de riqueza, en los cuales, cómo no,
participan los súbditos, que codician el botín, la riquezas del
enemigo.2
Y tal
como suele ocurrir en las cosas humanas, de la opulencia nació la
envidia.3
Y ya se sabe lo que la envidia trae consigo: traiciones, delaciones,
falsos juramentos, hipocresía, malevolencia, crímenes...
Surgen
estos vicios, al parecer,
por la ausencia del miedo y la ruptura de la cohesión social. Ahora
bien, y aquí nuestro autor se contradice, mientras hay enemigos
exteriores, dice Salustio, hay virtud interior; y desaparecidos
aquellos, se esfuma esta.4El
miedo al enemigo mantenía a la ciudad en la práctica del bien.5Sin
embargo, Yugurta, enemigo declarado y exterior, pone bien a las
claras que es capaz, lo fue, de corromper a una parte considerable
del senado para que tomen decisiones, incluso, en contra de sus
conciudadanos y de la misma ciudad de Roma. No es el enemigo, pues,
quien marca la falta de la vieja virtud patricia. Es la avaricia
surgida de la opulencia, y de la que tan difícil resulta sustraerse.
Si
la prosperidad hace mella hasta en los espíritus de los sabios,
¡cómo se iban a moderar en la victoria aquellos hombres de
costumbres corrompidas!6Y
el bueno de Salustio, en busca de la vieja virtud, da un consejo que,
en ningún caso, es aplicable a las maravillosas obras que hicieron
nuestros antepasados del medioevo: Cuando
se han visto casas y villas construidas a manera de ciudades, merece
la pena visitar los templos de los dioses que hicieron nuestros
antepasados, hombres piadosísimos.7
A nosotros nos queda el gótico y el barroco para que seamos capaces
de apreciar la grandeza de un dios, y de sus amados hijos que
mandaron construir tamaños edificios. Tampoco se quedan atrás las
mezquitas y sinagogas que todavía están en pie por la península.
Eso sí, podemos mirar más hacia atrás y llegamos al románico, más
austero, o a los cenobios excavados en la dura roca. Nada tiene que
ver con ellos el deslumbrante Vaticano, cuya construcción fue la
gota que colmó el vaso de la paciencia del agustino Lutero.
La
ambición, pues, y el afán de lujo, parecen estar como telón de
fondo de la corrupción, y de la pérdida de los valores clásicos,
el de la virtud en primera instancia. Es posible que también influya
en todo ello un deseo bien humano: la búsqueda de una vida mejor,
más muelle y menos trabajosa. Y al respecto también es muy
recomendable, y esclarecedor, leer las Geórgicas,
de
Virgilio. Es un libro precioso; pero si se piensa seriamente en lo
que se canta en él, se distingue enseguida entre la literatura y la
realidad. La vida campesina cantada por Virgilio es muy bella, una
delicia; pero lleva aparejada un trabajo durísimo, casi de bestia de
carga, y muy poco o nada reconocido. El agricultor, trabajando como
un buey, apenas si tiene tiempo para cultivarse a sí mismo. Tal vez
por eso siempre ha sido el zafio de las comedias, el hazmerreír de
todos. El hombre de la ciudad, por el contrario, es el hombre culto,
refinado, el hombre del otium,
elegante, sofisticado, y que sabe defenderse en todos los órdenes de
la vida. En todos menos en uno: es el burdo y el grosero quien le
cultiva y le sirve los alimentos. No por ello deja de insultarlo y
menospreciarlo.
No
obstante, ni en La
guerra de Yugurta, ni
en La
conjuración de Catilina aparece
ningún agricultor. En ambas obras nos movemos entre nobles, que son
los únicos que, caso de Catilina, podían atentar contra el poder
establecido. El pueblo se vislumbra siempre como telón de fondo, o
como personaje comparsa que el demagogo de turno mueve en uno u otro
sentido. Aunque también puede volverse en contra suya o ir de su
mano hacia su propia autodestrucción: El
ocio y las riquezas, deseables en otro tiempo, se convirtieron en
lastre y desgracia para quienes habían soportado fácilmente
trabajos, peligros y situaciones dudosas y difíciles. Creció
primero la avidez de dinero, después la de poder. Esa fue, por así
decirlo, la fuente de todos los males. Pues la avaricia destruyó la
lealtad, la honradez y las demás virtudes y en su lugar enseñó la
soberbia, la crueldad, a desentenderse de los dioses y a considerar
todo venal. La ambición forzó a muchos hombres a hacerse falsos, a
tener una cosa guardada en el corazón y otra dispuesta en la boca, a
estimar amistades y enemistades no por sí mismas sino por interés y
a tener más hermoso el rostro que el espíritu.8
Algunas
veces, inocentemente, a altas horas de la noche, cuando apenas si se
oye algún ruido, y se está ocioso cuando no se duerme, se pregunta
uno qué hace que una persona, hoy en día, se dedique a la política,
teniendo en cuenta que en nuestro tiempo ya no hay nobles ni existe
el cursus
honorum.
Está claro que un joven puede sentir atracción por las letras, y
soñar con ser un excelente poeta; o un buen músico, si es la música
lo que lo atrae; o tal vez descubrir los secretos del cosmos a través
de la física... pero un político. ¿Qué hace que se dedique a
tamaño oficio una persona normal y corriente? ¿Una idea obsesiva de
patria, de gobierno? ¿El afán de hacer mejor a la República? ¿La
fama, dado que los políticos, más que los cómicos, están a toda
hora en la televisión y los medios de comunicación? Es una
incógnita, desvelada de vez en cuando por algún que otro caso de
corrupción, junto con la defensa numantina del cargo o sillón por
parte del corrupto, y el socorro y los bastiones que ofrecen a este
todos quienes son de su mismo partido o formación. Y esto vuelve a
poner de manifiesto, como en la guerra de Yugurta, que, cuando hay
prebendas de por medio, los conmilitones cierran filas para no
perderlas. Aunque tengan que mentir e ir en contra de toda lógica.
Lo hacen tan bien esto que nunca jamás se sonrojan. Nunca he visto a
un político ruborizarse. ¿Dónde queda la idea de patria en casos
así? Casos que, por desgracia, son el pan nuestro de cada día. El
de la corrupción, la defensa del corrupto, y el que este vuelve a
salir elegido, democráticamente, una y otra vez.
No
recuerdo dónde leí, u oí, que los partidos políticos quieren
mucho a su país, pero todavía se aman más a sí mismos. Anteponer
ese cariño al de la patria ya encierra una injusticia en sí, pues
para un miembro de un partido la verdad dependerá no de que esta lo
sea sino de quien la ha proclamado. Es decir, dicha por el partido de
la oposición la verdad se convierte en una falsa acusación o en una
sandez, cuando no en una difamación. O dicho en otros términos: son
los otros los corruptos; cuando acusan a los suyos se trata, como
siempre, de una conspiración. Siempre son los otros quienes roban,
mienten y estafan. Reconocer pecados y faltas puede suponer un
fracaso en las urnas. Así
el bien común, como ocurre en la mayoría de los asuntos, quedó
supeditado a los intereses particulares.9
Para eso, como se comprenderá, no hace falta tener ninguna noción
de patria o estado. Basta con saber a quién arrimarse.
Por
supuesto los partidos políticos además de defensas numantinas
tienen también eso que se llama disciplina de voto, que consiste en
votar lo que dice el partido, que parece una entelequia, pero no lo
es. Muy democrático ello. También el partido, cómo no, está por
encima de las personas. Así que si alguien tiene ideas propias y se
percata de los errores o las corrupciones de sus colegas, tiene que
callar o marcharse; y si desea continuar se hace carne y sangre
aquello que dijo Galdós por boca de Gabriel de cierta casa, preludio
de la famosa de Bernarda Alba: Mienten
los que aquí moran; mienten los que aquí vienen, y hasta yo he
necesitado mentir para que me admitieran.10
Aun así resulta difícil admitir que nadie reconozca la realidad, su
culpa, o que, en medio de tantas personas, no haya uno sensato u
honesto. Ahora bien, también la ambición y las prebendas son
capaces de cohesionar y silenciar a un grupo o partido político. No
hay más que ver cómo se deshacen algunos de ellos cuando pierden
las elecciones y no hay nada que repartir.
Y,
desde luego, tan corrupto es aquel que se apropia de todo aquello que
no le pertenece, o acepta sobornos, como quien pudiendo, y debiendo
penalizarlo, no sólo no lo hace sino que, encima, y por miedo a
perder las elecciones, lo defiende y ampara. Una de las terribles
consecuencia de todo ello nos las señala el propio Salustio: Pero
cuando la ciudad se corrompió con el lujo y el abandono, la
república con su grandeza pudo resistir los vicios de sus generales
y magistrados y como si se hubiese agotado en anteriores partos, no
hubo en Roma durante mucho tiempo un hombre de gran valor.11
¿Cómo
va a aparecer un hombre de gran valor si ni el valor ni la honestidad
cotizan en bolsa? En Roma para dedicarse a la política había que
ser noble o rico. Hoy, ignoro lo que hay que hacer para meterse en un
partido político y medrar. Supongo que lo mismo que en todos los
sitios: llevarle el café a quien tiene el poder, y estar al lado de
quien puede dar cargos y prebendas. Ya lo dice el refrán: dime
con quién vas y direte quién eres.
Los mediocres se juntan con los mediocres, y así vamos todos. A
veces es tanta la mediocridad, la falta de ideas, proyectos y planes,
que da la impresión de hallarnos inmersos en plena guerra de
Yugurta: nada
se hacía siguiendo un plan ni la orden recibida, el azar lo
gobernaba todo.12
Algo similar sucede en
estos tiempos de zozobra y desazón: políticos sin ideas legislan
según suceden las cosas, o prohíben esto o aquello en razón de lo
que acontece en la rúa, y por miedo a perder votos. Pura demagogia,
pues quieren prohibir lo que ellos mismos han permitido y siguen
permitiendo, escusándose en necedades mil. Llama la atención que
diciéndolas no se sonrojen. Quizás porque lo han ensayado mucho
ante el espejo.
No hay ningún plan: el
azar, las bengalas, las muertes o los asesinatos y la palabrería
vana lo presiden todo. Y por encima de todo está el dinero, los
cargos y las prebendas. Y su defensa.
Aquí
se han ido dictando leyes conforme se ha ido asesinando así o de la
otra manera, tal vez porque los políticos están muy ocupados en
otros menesteres. Tal vez en defenderse o en insultar, cómo no, a
aquellos que no comulgan con sus ideas o se atreven a llevarles la
contraria. Bien es verdad, como dijo alguien, que hoy en día en más
fácil oír los baladros de un “cantante” que una sinfonía de
Mozart. Y es más fácil oír sandeces, tanto de políticos como de
voceras, que un razonamiento justo y ponderado. Eso sin olvidar que
con tanto recorte y pérdida de privilegios, con tanto privatizar los
bienes comunes, y tanta transparencia que no responde de los gastos
de sus señorías, ni de otras muchas cosas, se está actuando como
si ejercer el poder consistiese precisamente en hacer injusticias13.
¿Cuánto
dinero público, al fin y al cabo, se ha desviado para hacer
hospitales privados o para rescatar a bancos? Casi es mejor que los
políticos no expliquen nada: oírlos es oír la perversión del
lenguaje: hablar para no decir nada o soltar verdaderas necedades
como que hay que pagar, hasta dos y tres veces la misma cosa, para
que siga siendo gratuita. ¿Cómo no va a estar la clase política,
que no ha perdido ni uno de sus privilegios, totalmente
desacreditada? Y que quede ahí la cosa. Porque sabido es que dicen
blanco y hacen negro; predican una cosa y hacen la contraria en tanto
nos distraen con malabarismos mil para seguir ocupando el muelle
sillón.
Los romanos que
dictaban una ley y la contradecían tenían la grandeza y la valentía
de suicidarse. Como los tiempos cambian que es una barbaridad no
vamos a pedir lo mismo, aunque si no suicidios tal vez alguna
dimisión de vez en cuando no estaría mal a fin de demostrar cierta
honradez. Eso, sabido es, es pedir peras al olmo. Aquí nadie es
culpable de nada; nadie dimite. Y todo sigue como siempre, es decir
yendo a peor.
Con
esta política descabellada ya nos quedan pocas cosas que perder, muy
pocas. Habrá que considerar la improbable posibilidad de volver al
campo de la mano de Virgilio, desconfiando de cuanto digan o dejen de
decir políticos y partidos. A quien más y a quien menos le ha
sucedido lo mismo que a Gabriel Araceli en aquella famosa casa: Me
ahogo y deseo huir de este sitio. Veo aquí mis misterios, y sobre
todos mis sentimientos domina uno, que es el más antipático y
desagradable de todos: la desconfianza.14
Sí, es tal la
desconfianza y desazón que parece que hasta los dioses inmortales
nos han abandonado.
1Todas
las citas, tanto de La conjura de Catilina como
de La guerra de Yugurta están
tomadas de la traducción de Mercedes Montero Montero, en Alianza
Editorial, Libro de bolsillo, 1.361. Madrid, 1988