Con un arrollador comienzo, de cortante y abierta violencia, Ridley Scott da el pistoletazo de salida a Gladiator (2000). Ambientada en el año 180 d.C, época en la que el Imperio Romano era dueño y señor de todo el mundo, esta galardonada película es uno de los ejemplos más nítidos de que la fusión de cine comercial con el de calidad no sólo es posible, sino incluso recomendable: rezumando espectacularidad, unas muy acertadas gotas de romanticismo y una gran dimensión épica -agudizada por la espectacular banda sonora de Hans Zimmer, el director de Alien, el 8º pasajero (1979) o Prometheus (2011), vuelve a erigirse como un valor seguro en cuanto a poderío visual se refiere, al tiempo que logra una película no ya sólo muy entretenida, sino accesible a todo tipo de público, como más tarde lo sería Ágora (Alejandro Amenábar, 2008). Ambas obras cuentan la historia de una forma muy didáctica, a pesar de que las licencias que se permite Scott son superiores a las del film español. Es por ello que no hay que tomar a Gladiator como un documento histórico puro y duro, sino más bien como un artefacto en el que, por encima de su falta de apego a la realidad, lo que verdaderamente termina importando es su grandiosidad. En todos los aspectos.