Estas líneas no quieren ser nada más que un proceso reflexivo,
probablemente contengan contradicciones propias de una sociedad que, en
mi opinión, ha perdido sustento ideológico y que deriva entre el fin de
la historia patentada por el liberalismo, aunque con origen en
Nietzsche, a través de la obra de Francis Fukuyama “El fin de la
historia y el último hombre” y la justificación del sistema por
performatividad.
Aunque matizada a posteriori, la obra
de Fukuyama plantea una sociedad que ya ha alcanzado, gracias a la
democracia formal y las políticas liberales, el máximo grado posible de
desarrollo político. A partir de aquí se potencia la figura del técnico
como persona capacitada para juzgar, reconocer y distribuir. Esta misma
deriva surge en los procesos justificativos de la sociedad, la pérdida
de los metarrelatos del progreso y la justicia, han propiciado una
solución sistémica la performatividad.
Las dos
vertientes de desarrollo, han calado profundamente en el pensamiento
actual. El encumbramiento de la economía, los discursos de la eficacia y
la gestión, han impregnado el discurso mayoritario alejando del mismo,
conceptos como solidaridad y justicia distributiva.
Desconozco
donde está el problema, pero es evidente que al utilizar el mismo
lenguaje se confluye, mezclando las propuestas y contribuyendo a generar
confusión. En estos momentos estamos en un proceso de recuperación de
una crisis dura, y nos hemos olvidado donde está el origen de esa
crisis, en una increíble desregulación del sistema financiero y una
insaciable voracidad. La pérdida de referencias ideológicas, unidas al
potente discurso liberal de la autorregulación, “dejemos que el mercado
distribuya y autogestione los intereses y las necesidades”, han
transformado la sociedad del bienestar en la sociedad de consumo. Las
viejas instancias de la propiedad de los medios de producción y el
aporte del trabajo, que mantenían una red de seguridad, generada por el
conjunto de la sociedad, por cuanto los trabajadores eran necesarios y
en una situación complicada para el trabajador encontraba el soporte
social para reintegrarse y seguir adelante con su proyecto vital. El
Estado del bienestar se concibió no como caridad, sino como un derecho
ciudadano, una forma de aseguramiento colectivo. El Estado del Bienestar
debía llegar allí donde la industria no llegaba, debía hacerse cargo de
los gastos marginales del capital en busca de beneficio.
La
situación actual, cuando un sector cada vez más creciente de la
población tiene nulas posibilidades de reincorporarse al trabajo, se
dibuja como una sociedad de consumo que favorece la exclusión por cuanto
ya no necesita del trabajo para generar excedentes, pues estos se
generan por procedimientos financiaros, no productivos.
Los
parados ya no son la fuerza de reserva de trabajo y los repuntes
económicos (los brotes verdes) ya no significan el fin del desempleo.
Racionalizar la economía significa hoy (fundamentalmente para la
patronal) recortar y no crear empleo y el progreso empresarial se mide
por su capacidad de reconversión de los trabajadores, el cierre de
secciones y reducción de personal.
Modernizar el
estilo de dirección y de trabajo significa flexibilización, el mismo
capital antes anclado en lo sólido (fábricas, cadenas productivas, etc.)
se ha transformado en paradigma de la flexibilidad y se traslada cuando
encuentra situaciones más rentables.
Esta nueva
perspectiva la podemos resumir así “¿Estado del Bienestar? Ya no podemos
permitírnoslo”. En efecto, las dotaciones asistenciales van pasando de
ser un derecho ciudadano a convertirse en una sangría sobre el dinero de
los contribuyentes, asociadas en alguna medida a través de la opinión
pública, con la indolencia y la laxitud. Aunque hoy con una situación
realmente compleja, el discurso se matiza.
Concluyendo,
en alguna medida, se ha transformado el derecho en responsabilidad
personal, y la sociedad privatiza la antigua tarea colectiva que
generaba la red de seguridad.