Vicente
Adelantado Soriano
Quizás
ante muchas afirmaciones, silencios, opiniones e ideas sobre
cualquier asunto, sobre el arte en general, y sobre la literatura en
particular, deberíamos preguntarnos siempre por qué un determinado
punto de vista, o una obra, genera tal silencio o tal rechazo, y a
qué se debe, en algunos casos, que haya sido condenada al olvido.
¿Por qué tienen éxito libros que no encierran ningún interés y
no lo tienen otros que si lo poseen? ¿Por qué unos autores, con
escasos valores literarios, se siguen editando, y otros, mucho
mejores, son relegados al olvido? Azorín planteaba cuestiones
semejantes sobre una novela de Cervantes no muy conocida,
ciertamente:
“¿Por
qué se rodea al libro Persiles y Segismunda de un ambiente de
indiferencia, de olvido y de inatención?”1
Es
innegable que a Azorín le llamó la atención el olvido que había
caído sobre la última novela de Cervantes, en la que su autor tenía
puestas todas sus esperanzas. Azorín trata de hallar una explicación
para esa indiferencia:
“Cervantes:
ya viejo, en un remozamiento último pusiste tus anhelos y tus
alegrías íntimas -las pocas que podías tener- en esta obra; la
juzgabas, allá dentro de ti, como una bella obra. Luego, la
inatención, el descuido, la rutina, el prejuicio de eruditos y
profesores, ha cubierto poco a poco de polvo tu obra. Otra obra
atraía todas las miradas. Y, sin embargo, tu libro era un bello, un
exquisito, un admirable libro. Se necesita en nuestra literatura
sacar a plena luz obras que están todavía sin ser gustadas
plenamente por los lectores. Hagamos con el Persiles lo que se hace
con un cuadro olvidado.”2
Las
palabras de Azorín encierran una fuerte crítica. Hay una mirada que
se centra sobre una novela, que despierta el interés de todos,
lectores y eruditos, dejando el resto de la obra cervantina
encomendada a la pereza y a la rutina. Esa rutina, el prejuicio,
marca los límites de la inteligencia y de lo que se está dispuesto
a tolerar. El prejuicio de unos se extiende a otros acotando, así,
un terreno que resulta difícil ampliar. A menudo las mentalidades
semejan a fortificados castillos medievales amurallados y con su
economía de subsistencia.
Es
evidente que cada época tiene sus preferencias y sus amnesias
particulares, sus ideas recibidas y aceptadas, y sus palabras o
situaciones políticamente correctas e incorrectas. Se podría
afirmar, recurriendo a la sabiduría de Sancho, aquello de “Dime
lo que lees y te diré quién eres”. O
si averiguo lo que olvidas te diré de qué materia estás formado.
Azorín
achaca el olvido de Los
trabajos de Persiles y Segismunda
a “la
inatención, el descuido, la rutina, el prejuicio de eruditos y
profesores”. No
le falta razón a Azorín cuando nombra la rutina y el prejuicio como
causa del olvido. Algunas historias de la literatura, libros y
manuales, son refritos de otros; si el primero, pues, obvia u olvida
una obra, dicho olvido se reproducirá añadiendo capas y capas de
polvo generadas por la rutina. Caerán sobre la obra hasta enterrarla
como a una vieja ciudad ibera o romana.
Invirtiendo
los términos si alguien, con cierto poder o prestigio, tiene interés
por un autor determinado, tal vez genere a su alrededor infinidad de
investigaciones sobre dicho autor. Pueden salir a la luz entonces
comedias y romances olvidados, que mejor lo estarían así, pero que
el trabajo realizado, la búsqueda de prestigio, o la justificación,
tal vez, de subvenciones, llevan a la imprenta obras, comedias o
romances, que desmerecen a su autor y a quien las rescató del sueño
en el que estaban sumidas.
Ya
se decía en la antigüedad que nadie da lo que no tiene3.
Difícil será, por lo tanto, que se aprecien aquellas obras que los
críticos, o las historias de la literatura, la rutina, condenan
porque ya lo han hecho otros; o no citan, simplemente, por puro
desconocimiento. Si los críticos y las antologías las obvian, las
editoriales, desde luego, no las van a publicar puesto que, con toda
probabilidad, se van a quedar sin vender. Nadie se embarca en un
negocio ruinoso. Es la pescadilla que se muerde la cola. No vamos a
preguntarnos ahora si la cultura es económicamente rentable o no,
pues semejante pregunta nos alejaría mucho del planteamiento
inicial, o, tal vez, por un largo y arduo camino, llegáramos a
alguna conclusión. Vamos a intentarlo por otros derroteros.
Cogiendo
como ejemplo al mismo Azorín, no deja de ser curioso que hoy en día,
en pleno siglo XXI, sea misión casi imposible conseguir algún libro
suyo, alguna edición reciente de sus importantísimas recreaciones
de los clásicos, o de sus opiniones sobre los mismos. Apenas si hay
dos o tres libros publicados, que se repiten en todas las librerías.
Algo similar sucede con Mesonero Romanos. ¿Por qué? ¿Qué ha
sucedido para que a estos autores ya no se los edite y sus obras sólo
se encuentren en bibliotecas o librerías de viejo? ¿Quién
determina si un libro se edita o no? Muy a menudo da la impresión de
que la salida de un libro al mercado, incluso su éxito, poco o nada
tienen que ver con la calidad del mismo. Pues también hemos
observado que si algún periódico, más o menos conocido, lo alaba,
o algún político sale con él bajo el brazo, en cualquier tertulia
televisiva, el éxito del mismo está asegurado. Al menos su venta.
Es
muy posible que esto suceda así porque se han perdido dos cosas
fundamentales: el sentido crítico y el sentido del humor. Quizás
los dos sentidos van más unidos de lo que en un principio pudiera
parecer. Hoy en día, por ejemplo, nadie se atreve a bromear, como se
hacía en la época de Quevedo y Cervantes, sobre los negros y los
judíos. Por supuesto que publicar hoy en día un poema como la Boda
de negros, de don Francisco de
Quevedo, podía desatar las iras de todas las comunidades de color,
habidas y por haber. Otra cosa sería la edición de sus sonetos
sobre los cornudos: aquí todos callarían por no dar a entender que
les duele la horma de su propio zapato.
Estamos
en un momento de exaltación del propio municipio, del medieval
espíritu de campanario. Y hacer un chiste sobre una determinada
comunidad puede acarrear las iras de todos aquellos que no tienen
nada que ofrecer más que sus absurdos enfados. Hoy en día cualquier
lengua minoritaria es objeto de culto sagrado, hasta el punto de que
sobre ella no se puede hacer ni una broma. Además, cualquier obra,
de segunda o tercera fila, será editada y lanzada a las aulas
sencillamente por estar escrita en dicha lengua. El valor, es un
prejuicio más, viene marcado por la lengua en sí, no por los logros
conseguidos con ella. El código ha llegado a ser tan importante que
asfixia al mensaje. En esta situación don Benito, con toda
probabilidad, hubiera sido quemado en efigie, si no en carne y hueso,
por atreverse a decir las cosas que dice sobre algunas lenguas en sus
Episodios nacionales:
“Algunos
hablaban la jerga indefinible en la cual los éuskaros hallan gran
belleza eufónica, y que la tendrá realmente cuando sea bello el
ruido de una sierra.”4
Don
Benito vuelve sobre el tema en el episodio titulado Montes de Oca:
“[...], y la ininteligible cancamurria vasca otra vez le
cortaba el cerebro como una sierra.”5
Por
supuesto que se trata de prejuicios de Galdós, como un prejuicio es
decir que “el catalán hablado por mujer es una de las más
bellas músicas de la boca humana.”6Pero también hay que saber situar las cosas en su contexto, y
concederles la importancia que tienen. Hoy, con excesiva facilidad,
tendemos a olvidar la historia, y a pensar en lo inmediato, y lo
inmediato para nosotros es creernos omnipotentes. No hay más que ver
y leer las novelas y las películas actuales. En algunas de ellas se
hace inteligentes a los simios mediante un fármaco. El sueño dorado
de todo estudiante, ese fármaco, y, cuando se conoce, el
Pentecostés.
La
pregunta no es por qué no se aplican los humanos ese fármaco, sino
si, con los prejuicios y la absurda seriedad, somos más libres y
felices que lo eran nuestros antepasados. Nada hay más gozoso y
libre que la risa, y es muy conveniente saber reírse de uno mismo.
Quizás así nos desprendamos de algunos prejuicios, transmitidos por
sesudos críticos, y seamos capaces de disfrutar de libros como el
Persiles y de la nada desdeñable poesía erótica, que ni de
lejos se ve en las aulas. Y en estas también estaría bien que
estallaran las carcajadas de vez en cuando, y no por absurdos y
necios motivos.
No
deja de ser curioso que se considere a Los trabajos de Persiles y
Segismunda una novela fantástica, y se tome como realismo El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Igualmente no deja de
llamar la atención que se tilde a don Benito Pérez Galdós de
escritor realista. Nada más irreal que todos los folletines que
aparecen en los Episodios, como nada más inverosímil que la
búsqueda, por todos los campos de batalla, que lleva a cabo Gabriel
Araceli en pos de Inés. Y nada más surrealista que los últimos
episodios, donde Galdós ya roza el surrealismo, como Cervantes, con
pleno demonio de la técnica, se lanza por los caminos de la fantasía
sin regla ni parangón. Se escapan de los esquemas.
Se
ha dicho a veces que para disfrutar de la genialidad de una novela
hay que participar de dicha genialidad. No lo haremos nunca si no nos
despojamos de la rutina y de las ideas preconcebidas. Es como visitar
un país en busca de la fotografía que ya ser vio en la agencia de
viajes: sí, tal vez se halle el paisaje fotografiado, pero poco o
nada más se verá y apreciará.
1Azorín,
Con Cervantes, p.41.Espasa Calpe, Colección
Austral, Madrid, 1968
2Azorín,
ibídem, p. 41
3Nemo
dat quod in se non habet.4Benito
Pérez Galdós, Un voluntario realista, cap.
XVIII
5Benito
Pérez Galdós, Montes de Oca, cap.
XXV
6Benito
Pérez Galdós, Carlos VI en la Rápita, cap.
XVII