¿Se puede rodar una película de ciencia-ficción sin apenas efectos especiales?; ¿es posible que, en una película sobre el fin del mundo, nos importe más la relación amorosa entre los dos protagonistas que el verdadero eje central de la trama? O mejor aún: ¿es posible filmar un proyecto llamado Extraterrestre (2012) sin (apenas) extraterrestres? Se puede, si uno se llama Nacho Vigalondo y es capaz de hacer realidad una historia tan increíble como inclasificable y adictiva. El director de la aclamada Los cronocrímenes (2007) y del ya emblemático y nominado al Oscar cortometraje 7:35 de la mañana (2005), consigue dar una vuelta de tuerca al manido argumento que sirve como telón de fondo de su mejor película hasta la fecha: el típico OVNI que llega a la Tierra con objetivo de adueñarse del planeta. En efecto, Vigalondo se las ingenia para alterar de tal forma este sugestivo punto de partida para elaborar una pieza de orfebrería que, desplegando de nuevo algunas de sus constantes más personales como los inteligentes golpes de humor y un surrealismo llevado al extremo, acaba por definirse como una de las más desternillantes y originales comedias románticas de la nueva hornada del cine español.