La pregunta por la fe no resulta fácil
de responder. Nos interpela en lo más profundo, lo más esencial, íntimo. Nos
podrán preguntar qué nos gusta comer, la película o deporte favorito, incluso
por la persona a quien amamos. Pero la pregunta por “qué creo” termina por
incomodarnos. Suena bien, nos sentimos honrados cuando alguien nos pregunta por
nuestra fe, creencias, identidad religiosa. Nos permite pasar por intelectual,
jugar a tener “las cosas claras”. Y si nos declaramos agnósticos, tanto mejor.
“Esa persona piensa”. Porque creer, lo que es creer, bueno, nunca tanto. Al final,
la pregunta desconcierta, cambiamos de tema. La terminamos asociando con cosas
de niños, de cuentos. Pero es una pregunta grave. La más fundamental de todas.
Tanto, que solo tenemos esta vida para responderla. Y descansa en lo que
pensamos de la otra.
Pero es humana la reacción. No
hay nada más humano que creer. Somos la
única creatura que se trasciende a sí misma; que contempla la vida con la
expectativa de “otra cosa”. La desazón que acompaña al hombre no nos dejará
nunca. “Mi alma no descansará, hasta que descanse en ti, Señor” dice san
Agustín.
Benedicto XVI dio inicio al año
de la fe. La razón son los 50 años de la celebración del Concilio Vaticano II, ese
que le cambió la cara a la Iglesia. Y en buena hora. Caminaba a un
anquilosamiento que solo auguraba mayor separación del mundo y enclaustramiento
en unos muros que ya quedaban estrechos. Hoy, cincuenta años después, la
Iglesia sirve a los hombres en todos los rincones del mundo con renovados bríos.
Y así lo seguirá haciendo hasta el final de los tiempos.
Pero el punto es la fe. Quien
cree, vive, no se deja vivir. Experimentamos día a día nuestra fragilidad, incertidumbres.
Con mayor razón hay que hacerse la pregunta por el sentido de vida, por la
totalidad de la existencia y no solo una parte de ella. “En la fe resuena el
presente eterno de Dios que trasciende el tiempo” dice Benedicto XVI en la
apertura de este jubileo.
En el mundo contemporáneo, son
muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo
manifestados de forma implícita o negativa. Es hambre de Dios, sin reconocerlo.
Y solo se satisface desde la perspectiva trascendente. La fe vivida abre el
corazón, ayuda a abordar con sabiduría los problemas y dificultades, incluso
los más pequeños. Nos predispone mejor al trato con el otro; nos abre a la
verdad de quien tenemos al lado, ayuda a limar asperezas y tensiones. Quien
cree, vive mejor, es más feliz.