En Prádena, un
agradable y tranquilo pueblecito de la provincia de Segovia, le
recomendaron al viajero visitar Pedraza y Sepúlveda. La simpática
señora que le dio las indicaciones al forastero le dijo, también,
que Sepúlveda era un pueblo “más ciudad” que Pedraza. A esta
última población la describió como totalmente anclada en la Edad
Media. Como cosa llamativa, sonriendo añadió que en todo el lugar
no hay ningún cartel ni anuncio, pues allí, continuamente, están
rodando películas “de épocas antiguas”. En vano trató el
viajero, buen aficionado al cine, de recordar alguna película rodada
en sus calles y plazas. Nada acudió a su mente. Pese a ello, visitó
Pedraza; y no se sintió defraudado: le gustó el pueblo. Él,
callejeando, también vio posible rodar su imposible película allí,
o en un lugar semejante. Un viejo sueño. Una película en blanco y
negro y en 70 milímetros.
En
Sepúlveda, al viajero le encanta preguntar y entablar
conversaciones, le recomendaron que no dejara de ir a las Hoces del
río Duratón. Y que llegara hasta el final del camino, un kilómetro
más o menos, que hay que recorrer a pie. En ese punto, a pocos
metros del cenobio de san Frutos, se puede ver la curva del río, y
contemplar las Hoces en toda su majestuosidad. El viajero tiene por
norma hacer caso a la gente del lugar. Aunque siempre lleva en el
coche botellas de agua y bocadillos de reserva, una navajita y un
pequeño botiquín: sabe por experiencia que las distancias, en
algunos casos, son muy subjetivas. Recuerda lo que dice el Kalevala
al
respecto: “Tres
cosas acortan los caminos: la conversación, acelerar el paso y ser
perseguido.” Y
a saber en qué caso se encontraba quien informa del camino y de su
duración.
Abandonada la carretera
general, siguiendo las indicaciones, el viajero se mete en el camino.
El camino que lleva al convento de san Frutos es un camino forestal.
Está lleno de baches, piedras y tierra reseca. Al viajero no le
gusta el aire acondicionado; prefiere, con mucho, llevar bajadas las
ventanillas del coche, y respirar el aire puro de las montañas.
Camino del convento, no obstante, tuvo que cerrar las ventanillas y
poner el aire: era tal la polvareda que levantaba el coche, que
corría el riesgo de morir asfixiado. Al cabo de unos largos e
interminables minutos, con el cuerpo agitado como si lo hubieran
metido en una batidora, llegó a una explanada donde había varios
coches aparcados, y algunas personas agotadas. A partir de ese punto
había que seguir a pie.
Eran las dos de la
tarde. Se percató enseguida de que era faena inútil buscar una
sombra. No había un árbol en todo el aparcamiento. Había alguno
que otro, no obstante, por aquí y por allá, muy alejados entre sí.
Nada más bajar del coche se bebió un largo trago de agua. “Si el
agua estropea los caminos, qué no hará con los intestinos” le
dijo un hombre mayor cuando lo vio salir de la tienda con varias
botellas de agua y ninguna de vino. Sonrió y aceptó encantado una
invitación para conocer el vino del país. Era bueno, efectivamente.
Animoso, abrió el
maletero, cogió la mochila, puso un bocadillo en ella y una botella
de agua sin empezar. De litro y medio. Se caló su sombrero de
labrador, se puso las botas, y comenzó a caminar con buen ánimo e
inmejorable disposición. Caía un sol de justicia. De vez en cuando
el viajero se cruzaba con visitantes que volvían del viejo cenobio.
Trató de estudiar sus caras para saber si valía la pena continuar.
Todas expresaban lo mismo: calor y cansancio. Decidió que no eran
gestos objetivos, y que, como siempre, tenía que arriesgarse. ¿Qué
sería de la vida sin algún que otro riesgo? Además, riesgos como
aquel eran juegos de niños. Siguió caminando.
A los pocos pasos, por
efecto del sol y de la mochila, comenzó a sudar. Pensó en lo
agradable que sería encontrar una sombra cerca del cenobio y
descansar rodeado de silencio. El viajero se dijo que le hubiera
gustado mucho hacer aquel viaje en la Edad Media, comer con los
padres en el refectorio, en tanto algún hermano leía la regla de la
orden, y pernoctar entre aquellos muros deleitándose con el
gregoriano canto de los monjes. Pero reconoció que, seguramente, en
el convento ya no habría frailes. Su informante no había tenido la
precaución de advertirle del estado del cenobio. Tampoco él se vio
en la necesidad de preguntarlo.
De vez en cuando el
viajero se apartaba del camino, y se acercaba todo cuanto podía a
las Hoces. El paisaje era soberbio. La montaña se cortaba a pico.
Allá abajo se veía el ancho y manso río. Parecía una balsa: nada
se movía en él. Alguna sombra, sin embargo, lo inquietaba de vez en
cuando: sobre su cabeza volaban águilas o buitres. El viajero no
tiene muy buena vista, y apenas si sabe distinguir un ave de otra a
no ser que las vea en fotografías. Se recrimina también por no
saber el nombre de los árboles ni de las plantas. Apenas si se
percata de las diferencias que hay entre un pino y un chopo, una
encina y un olmo. Y hasta que llegó a aquellas tierras no supo lo
que era un enebro o sabina. “Son más las cosas que se ignoran que
las que se saben” -se dice sin encontrar consuelo en sus
pensamientos.
El
camino que lleva al convento no es largo ni pesado. No tardó en
llegar. Tuvo que cruzar un pequeño puente para acceder a él. El
convento está en ruinas; situado en la parte más elevada y
confortable de un fuerte islote enclavado en medio del río Duratón.
Pensó el viajero que llegar al monasterio, en la Edad Media, tuvo
que ser harto dificultoso. Piensa que, en realidad, viajar, hasta
hace pocos años, era toda una aventura. El viajero ha leído y
releído el libro de George Borrow, La
biblia en España. Don
Jorge, como era conocido su autor en la Península, se recorrió
España y parte de Portugal, entre 1836 y 1840, es decir durante la
primera guerra carlista. Quería difundir la Biblia por el país, a
fin de que España, conociendo una buena traducción de esta, hecha
por la Sociedad Bíblica británica, dejara de ser papista. ¿Quién
sabía leer en España en aquel momento? Don Jorge empezó la casa
por el tejado. Su libro es un libro de aventuras. Por aquella época
ni había caminos ni carreteras; extraviarse en el monte era normal,
salvo que se llevara guía; y se podía caer en manos de facinerosos,
guerrilleros, estafadores o simples bandidos. Recuerda el viajero que
don Jorge estuvo a punto de ser fusilado, pues lo creyeron un espía,
ya no recuerda si de los liberales o de los carlistas.
A pocos metros del
monasterio, antes de acceder a él, hay tumbas antropomórficas
excavadas en la piedra. El viajero se maldice por no haber cogido la
brújula: deseaba saber hacia dónde están orientadas las
sepulturas. Luego, sintiendo una respetuosa emoción, penetra por la
puerta del cenobio. Está en ruinas. Las hierbas crecen por doquier,
y águilas o buitres proyectan sus grandes sombras sobre las viejas
piedras. Hay un maravilloso silencio. El viajero recorre todos los
rincones. En una pared una lápida recuerda que el convento dependía
del de santo Domingo de Silos, y que fue abandonado por culpa de la
desamortización de Mendizábal.
El
viajero sonríe. Es imposible, en este país, visitar conventos,
iglesias y catedrales y no oír algo, y nunca agradable, contra el
señor Mendizábal. También don Jorge habla de él: “Descubrí
-dice-
que
era, como ya me habían advertido, acérrimo enemigo de la Sociedad
Bíblica, de la que me habló en términos de odio y desdén, y en
modo alguno amigo de la religión cristiana.”
El viajero sabe que
hubo más desamortizaciones, pero todo el mundo se ceba con la de
Mendizábal. Algunos lo consideraban un hombre providencial que había
de regenerar España. Otros lo consideraban un simple comerciante
navegando entre el viejo y caduco clero y la dubitativa monarquía de
la de los tristes destinos y un puñado de amantes. Y ya se sabe que
quien navega entre dos aguas jamás alcanza una cátedra. Intentar
renovar la Hacienda le costó a Mendizábal el puesto y el odio
eterno de la Iglesia. Sí, la desamortización no se hizo como se
debía haber hecho. Pero tampoco Mendizábal contaba con muchos
apoyos. Y las guerras carlistas, por intereses de unos y de otros, se
sucedieron unas a otras. Nunca el viajero ha oído, en conventos e
iglesias, nada en contra de los frailes y curas guerrilleros.
El viajero se sienta en
un escalón de la puerta de la iglesia. Está cerrada. No se puede
visitar. Se quita el sombrero, y se pasa la mano por la frente como
si quisiera deshacerse de sus pensamientos negativos. Le gusta la paz
y el silencio de san Frutos; el vuelo de esas aves tan grandes y
silenciosas, y aquel pequeño cementerio en la ladera del islote.
¡Qué bien se debe descansar allí! Poco a poco la paz y la
tranquilidad lo van invadiendo por completo. Eso es lo que más le
gusta de las viejas ruinas de los conventos y cenobios. Se pregunta
entonces, echando un vistazo a su alrededor, cómo y de qué se
alimentaban aquellos monjes que vivían entre esas piedras. Y se dice
que hay que tener una gran fe para vivir allí, lejos de todo y de
todos. Le encanta el lugar, el silencio y los paisajes. Tal vez en la
Edad Media se hubiera quedado...
El viajero, sin tomar
nada, vagando de ensoñación en ensoñación, permaneció sentado,
en la puerta de la iglesia, hasta que dos o tres horas después
comenzaron a llegar más visitantes, pocos y espaciados. Entonces,
con un profundo sentimiento de paz, calma y tranquilidad, se fue
hacia el coche no sin dejar de volver la vista atrás una y otra vez.