Para Mayte Bravo
Bañón por este maravilloso tiempo de amistad virtual.
Y Filipo, cuando se
disponía a acampar con su ejército en un hermoso emplazamiento, al
oír que allí no había hierba para los animales de tiro, dijo: ¡Oh,
Heracles, qué vida la nuestra si debemos vivir también según el
interés de los asnos!
Plutarco,
Moralia,
Sobre si el anciano debe intervenir en política.
Estoy experimentando
ahora, en los inicios de la vejez, aquello que, oído en la juventud,
me producía una sonrisa de escepticismo; y que me recordaba el
nombre de una figura retórica, la cual, a partir de entonces, nunca
jamás olvidé: la hipérbole. Sabido es que nada es más fácil que
olvidarse de algunas figuras retóricas, tanto como de la definición
de algunas composiciones poéticas: el ovillejo, la redondilla, la
silva... Para acordarme de la hipérbole, ante cualquier pregunta de
cualquier alumno, no tenía más que recordarme frente a la
televisión, tiempos aquellos, viendo un programa, en blanco y negro,
dedicado a las artes y a las letras. Y la definición salía de mis
labios como si las musas del Helicón me estuvieran visitando.
Varias
veces se insistió en aquel viejo programa, o al menos así lo
recuerdo yo, en la aventura de leer. Se recalcaba con gusto que leer
es toda una aventura. Evidentemente para mí dicha afirmación, en
aquella época, era una hipérbole, una metáfora y una falacia, todo
junto: en una aventura, me decía, si merece la pena, se pone en
juego la propia vida, se corre, se salta, se pasan verdaderas
necesidades, miedo y pánico, mientras que el lector permanece
sentado en su butaca, con una botella de agua al alcance de su mano,
y un frigorífico no muy lejos de él. No, yo no veía en el lector
al hombre de acción ni al aventurero. Tampoco es que lo vea ahora.
Lo que he visto, por el contrario, ha sido mi error de perspectiva. Y
desde luego no todas las aventuras tienen por qué ser La
isla del tesoro o
similares.
Últimamente,
de forma obsesiva y molesta, he estado dándole vueltas a un viejo
refrán. Le he quitado unas palabras y le he añadido otras, y nunca
me ha convencido el resultado final. Tal vez porque exigía con él
lo que no se puede obtener. El refrán original es Dime
con quién andas y te diré quién eres. Yo,
muy agudo, lo transformaba en Dime
lo que recuerdas y te diré quién eres. En
un principio lo hice todavía más complicado: Dime
lo que has olvidado y te diré quién eres. Pronto
caí en la cuenta de que nadie, ni yo mismo, podía contar aquello
que había olvidado. Pura lógica. Es imposible, pues, con semejante
planteamiento, decirle a nadie cómo es, pues quien juzga debería
saber lo que ha olvidado el otro, lo cual puede parecer pedir cotufas
en el golfo. ¿Cómo saber lo que uno olvida, o lo que de su propia
vida borra el vecino? Más importante, me decía, sería, tal vez,
saber qué es lo que produce el olvido. Pero, claro, si se ignora una
cosa de la que depende la siguiente, es imposible llegar al
conocimiento de esta última. Y así, en medio de este galimatías,
llegaba al convencimiento de que es mucho mejor el refrán original,
o el de don Quijote: No
con quien naces, sino con quien paces. Y
aquí paz y allá gloria. Pero el refrán seguía incordiándome.
Descubrir por qué fue toda una aventura.
Descubierta su falacia,
y la inutilidad de mis planteamientos, creí que ese refrán, su
modificación, dejaría de torturarme, y lo olvidaría. Y así
sucedió durante unos días, pues, apenas hacía amago de volver a la
carga, lo hacía desaparecer ocupando mi mente bien con lecturas o
con otros pensamientos, que le ofrecía como una aterrorizada persona
puede ofrecer una cabeza de ajos al Conde Drácula. El refrán
desaparecía como por encanto. Pero no moría. Era como si quisiera
advertirme de algo importante o trascendente. No conseguía averiguar
de qué se trataba.
Un
día me planteé, creo que son planteamientos propios de la vejez,
releer algunos libros de los que apenas si recordaba el título. No
hacía mucho un viejo compañero me había estado diciendo que el
hombre es uno de los animales más imperfectos de este mundo: mi
compañero se dolía de la cantidad de libros que había ido
olvidando a lo largo de su vida, libros que recordaba vagamente, y
que le parecía que podía ser interesantes para preparar alguna que
otra clase. Mi compañero se planteaba recordar todo aquello que se
hubiera leído, no olvidar ni una letra. La idea me resultó
atractiva. Entre otras cosas porque temía estar llegando al olvido
que comienza a ser ya una enfermedad. La ultracorrección. Fue
entonces cuando, por enésima vez, en el libro Calila
e Dimna, volví
a recordar la historia del bueno de Berzebuey. Otro buscador de
imposibles. Este filósofo, como es sabido, parte a la India en busca
de unas hierbas que crecen allí. Estas hierbas, convenientemente
mezcladas, tienen la virtud de resucitar a los muertos. Berzebuey
invierte años y años en hacer experimentos sin obtener ningún
resultado positivo. Al cabo de un tiempo, largo, decide confesar su
fracaso y volver a su tierra. Es entonces cuando los sabios de la
India le descubren su error: las hierbas son los libros que, dados a
los ignorantes, los muertos, vuelven a la vida, a la sabiduría, pues
un hombre que no sabe es un cadáver ambulante. Y para que sepa le
entregan un libro, el que luego será Calila
e Dimna.
Libro didáctico donde los haya.
Fue
a raíz de esta relectura cuando comencé a experimentar aquello que
en mi juventud consideraba una hipérbole, una metáfora y una
falacia: la aventura de leer. Y ahora sí, ahora puse cosas en juego.
Pues Calila
me
llevó a Sendebar,
ambos
a Ramon Llull, Llibre
de les bèsties, Llull
a la poesía trobadoresca, esta a Dante y Petrarca, y este me volvió
a la cultura clásica, Grecia y Roma. El mundo que se abría ante mí
era tan vasto e incalculable que, durante unos días, me torturé con
la idea, cierta, de que iba a morir antes de llegar a ningún puerto.
Estaba tan convencido de ello que me dejé el trabajo, perdiendo
dinero, y me dediqué solamente a leer y a estudiar. Bien es verdad
que ya nadie dependía de mí. Mi locura llegó a tal extremo que me
puse a estudiar latín con la idea de leer Eneida
en
el original. Disté mucho de conseguirlo. Pero lo intenté con todas
mis fuerzas.
Y
entonces, como si de una broma macabra se tratara, me dio por leer
algunos libros que, en mi juventud, había pasado por alto. Conocía
algunos volúmenes de Plutarco, Vidas
paralelas;
pero desconocía por completo sus tratados morales, o Moralia.
Pedí
los dos primeros volúmenes en una librería, y por error me trajeron
el volumen X. No esperé a que llegaran los otros: me puse a leerlo
enseguida. Estaba leyendo el ensayo, forma parte de este libro, Sobre
si el anciano debe intervenir en política, cuando
en un periódico, los leo todas las mañanas, volvieron a la carga
con el sistema educativo, sus muchos defectos y sus nulas virtudes.
El artículo ponía como ejemplo a seguir el modelo educativo de
Finlandia. Varios lectores comentaban la noticia aduciendo que
Finlandia es el país con el más alto índice de suicidios de la
Unión Europea. No sé qué quiere decir esto ni cómo se debe
analizar, pues los romanos también se privaban de la vida por un
quítame allá esas pajas.
El artículo del
periódico, y el ensayo de Plutarco, fueron una mezcla un tanto
peligrosa para mí. Por efecto de los dos algo se removió en mi
interior. Y esa noche, como no podía dejar de suceder, tuve una
larga charla con Plutarco. Mi subconsciente tuvo el buen gusto de
llevarme al ágora de Atenas, a la acrópolis y al Pireo. No se puede
negar que fue toda una aventura. En la vida me hubiera imaginado yo
paseando por allí de la mano de un filósofo. No recuerdo, sin
embargo, si hablamos en griego o en castellano. Sea como fuere, yo
entendí a Plutarco perfectamente. Y él me entendió a mí. Cosas de
los sueños.
Me
acusó Plutarco, como no podía dejar de suceder, de pusilánime y de
carecer de amor, filia, a la patria, por haber abandonado mi trabajo
cuando más y mejores frutos podía dar en él. No tuve ganas de
reírme acusándolo de ser partidario de retrasar, como los
banqueros, la edad de jubilación. Plutarco no iba por ahí. Repuse,
por el contrario, que el tiempo dedicado a enseñar lo robaba al
dedicado a aprender. Y que yo quería aprender. Nos metimos entonces
en honduras. ¿Debe el anciano intervenir en política? ¿Qué es
intervenir en política? ¿Apuntarse a un partido político, perder
la personalidad propia y aceptar las máximas y los intereses de
dicho partido? ¿Y qué hay que hacer para convertirse en una persona
influyente en un partido? Seguramente en los partidos, como en todas
partes, para
ascender no eran necesarios ni el esfuerzo, ni el trabajo, ni el
valor, ni la perseverancia, sino solamente el arte de saber
comportarse con las personas que recompensaban el servicio1.
¿Y vale la pena? ¿Para conseguir qué?
Acusé
a Plutarco de tener una visión bastante idealista, platónica, de su
vieja Grecia. No creo que allí a los ancianos, como pretende él, se
les hiciera mucho caso ni en la política ni en ningún sitio, pues
leyendo su ensayo no hacía sino acordarme, cosas de la mente, dime
lo que recuerdas y te diré quién eres,
de la comedia de Aristófanes, Las
aves. Como
es sabido aquí son dos ancianos los que huyen de Atenas, hartos de
juicios, del ágora y de la burocracia ciudadana. Y si tanto
importaban los ancianos en Atenas, todavía me explico menos la
ejecución de Sócrates. Plutarco calló. Me sentí un tanto
avergonzado, la verdad. Pero quise llevar mi razonamiento hasta las
últimas consecuencias. No todos los días se puede discutir con
gente inteligente.
Hoy
en día, dije camino del Pireo, en las aulas no hace falta gente
preparada, ni maestros maduros o eruditos como los quería Luis
Vives2.
Más bien todo lo contrario. Es posible que en Finlandia el sistema
educativo esté desligado del partido en el poder y de la política.
Aquí, no. Por eso mismo cada cuatro u ocho años cambiamos de
sistema educativo sin conseguir nunca otra cosa que no sea aumentar
la ignorancia de los alumnos. Pregúntese, por si hay duda, cuántos
de nuestros bachilleres han leído a algún clásico castellano o
catalán, y póngase como ejemplo Calila
e Dimna o
Llibre
de les bèsties, Lazarillo, Celestina, Espill o Llibre de les
dones... A
veces, si se puede, es mejor retirarse, no por nada sino por no
participar, porque ni unos quieren rescatar ni los otros ser
rescatados. Es mejor cultivar el propio huerto. No tiene importancia,
le dije a mi acompañante, los que se alimenten de él. El huerto no
está cercado; pero no llevo mis productos al mercado.
También
le comenté a Plutarco que en este mercado hemos llegado a tal grado
de perfección que la báscula de pesar habas nos sirve para pesar
azafrán, y que lo mismo da calabazas que un poco de agua con dos
berzas. Que el comportamiento de alumnos y padres deja mucho que
desear, en aulas y pórticos, sin olvidar que el sistema educativo
está confeccionado por teóricos y políticos, y que quien
a otro sirve no es libre.3Le
confesé a Plutarco que aquí, el anciano, como el honesto e
inteligente, ni puede ni lo van a dejar intervenir en política ni en
nada. Tampoco creo que lo hicieran en Grecia. Plutarco tiene olvidos
interesados, y me volvía el refrán. No hay más que estudiar las
tragedias y las comedias griegas con un cierto detenimiento. En
Antígona
ya
hay un conflicto paterno-filial, una discusión generacional. Y no es
Creonte, precisamente, el padre, el mayor, quien lleva la razón4...
Me despedí de Plutarco con pena y tristeza. Al fin y al cabo el
mundo trazado por él, olvidado el real, es un mundo inteligente y
bello. Un meritorio intento de no depender de la burda realidad ni de
los animales de tiro.
1León
Tolstoi, Guerra y paz. Traducción
de Lydia Kúper, Ed. Mario Múnich, p. 532