"El tiempo no importa: importa la idea". Es una de las lapidarias y más significativas frases que se pueden escuchar a lo largo de El artista y la modelo (Fernando Trueba, 2012), la cinta más personal de toda la filmografía del cineasta madrileño y, sin duda, su más contundente obra maestra tras la aclamada Belle Époque (1992). Dicha reflexión bien podría usarse como pretexto para empezar a hablar de una película que desafía los cánones de buena parte del cine actual y apuesta por la contemplación, por el silencio, por las pausas. Trueba, en efecto, sabe que lo que importa es la idea -o el conjunto de ideas-, y, en este artefacto tan redondo como alérgico a la pedantería, de importantes tintes autobiográficos, se propone mostrar la estrecha relación que surge, en pleno contexto de la II Guerra Mundial, entre un artista retirado (Jean Rochefort) asqueado con el mundo actual y afincado en la frontera francesa, y una exiliada española (Aida Folch) convertida por un capricho del destino en su nueva musa. A raíz del potente vínculo que surge entre ambos, el realizador y también guionista -junto con Jean-Claude Carriere- habla de la muerte, la guerra, el arte o el paso del tiempo. Temas universales que el director disecciona con mayor o menor intensidad, pero que siempre están ahí, latiendo como un inexorable telón de fondo, contribuyendo a aportar solidez a una obra que ya de por sí parte de una idea tan consistente como superlativa.