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p.m.: Hora pico. Al llegar me pareció que entraría en las aguas de un río, uno
de los más peligrosos de esta enorme urbe, el más monstruoso y bello a la vez.
Hechiza con los hermosos edificios históricos que están en sus orillas, asusta con la multitud de animales humanos que transitan por él.
Inmediatamente
sentí cómo su corriente me arrastraba. Tenía que llegar justo hasta el final,
pero temía que me desviara. Traté de sujetarme de una de las esquinas de la
Casa de los Azulejos, ese bello edificio semi hundido que está casi al inicio del río, pero por poco la corriente hizo que entrara en él, algo que me
pareció aún más aterrador. Así que tomé la arriesgada decisión de dejar que el
río me arrastrara, que los animales humanos me llevaran hasta mi destino.
Para
calmar mi miedo me puse a observar los edificios. Nunca los había visto tan
detenidamente. El Palacio de Iturbide me pareció imponente, imperial. La
Iglesia de la Profesa, sublime. El Museo del Estanquillo me provocó una sonrisa
por las caricaturas que tenía en sus fachadas. Llegué a los edificios de Plateros,
donde imaginé a personajes históricos como Francisco I. Madero caminando o
montando a caballo por ahí.
Entonces
llegué a mi destino. Inmediatamente me deslumbró con sus luces y belleza
ancestral, con su olor a vida y muerte, a historia. Antes de avanzar hacia su
centro, al ombligo de la luna, volteé a ver el río. Sentí escalofríos, se había
convertido en un imponente monstruo de miles de cabezas.