Parece haberse empeñado Woody Allen en convertir la parte reciente de su filmografía en una colección de postales de las más emblemáticas ciudades europeas: Barcelona, Londres, París... y, ahora, la ciudad eterna. Pero, como en todo, la jugada le ha salido en ocasiones bien -Match Point (2005), Medianoche en París (2011)- y otras no tanto -Vicky Cristina Barcelona (2008)-. Sabiéndose una de las últimas leyendas vivas del séptimo arte, el director neoyorkino ha llegado a ese punto situado más allá de la propia y mera madurez en el que, para que nos entendamos, parece importarle un pimiento la opinión de la crítica. En lo que respecta a A Roma con amor (2012), el último trabajo en la carrera de un genio que continúa firmando una película por año sin dar síntomas de agotamiento, Allen apuesta por un relato de marcado carácter coral envuelto en las entrañas de la capital italiana. Recuperándose a sí mismo como actor -si es un placer verle tras las cámara, delante la satisfacción es doble-, el director se sirve de una maraña de personajes - inconexos, paralelos, faltos de unidad-, para rendir una profunda declaración de amor a esta ciudad inmortal. Porque, ante todo, A Roma con Amor es eso: una inteligente manera de viajar sin movernos de la butaca, gracias a la habilidad de un director que, por momentos, parece más interesado en filmar un documental de viajes que una película con una consistencia dramática lo suficiente atractiva como para mantenernos enganchados durante sus más de 100 minutos de duración.