Para paladear un cinta tan personal y vanguardista como Blancanieves (Pablo Berger, 2012), conviene desprenderse previamente de cualquier idealización previa, tanto literaria como cinematográfica, que se pueda tener del mítico personaje creado por los hermanos Grimm. De no ser así, habrá quién se resulte estafado por haber pagado para contemplar, sin duda, la adaptación más absolutamente libre que jamás se haya filmado sobre este inmortal icono de la cultura popular. Por contra, los que van predispuestos a dejarse sorprender por una de las fábulas con más aspiraciones artísticas de los últimos años -y, sin duda, de la historia del cine español-, no pueden sino caer rendidos a esta maraña de personajes perfectamente hilvanados, a este áspero y demoledor retrato de la España profunda de los años 20, a este perfectamente pulido monumento de orfebrería que tiene la extraña virtud de convertir cada uno de sus fotogramas en auténticas obras de arte. Sorprende la increíble facilidad con la que se maneja Berger en la dirección -debido quizá al hecho de saberse autor del guión y aupado, sin duda, por ser el máximo responsable de una de las cintas más inclasificables y premiadas del cine español, Torremolinos 73 (2003)- y su incesante búsqueda de encuadres, de tiros de cámara, siempre al acecho del más alto nivel formal y estilístico. Porque si hay algo que llama la atención de Blancanieves -cinta que juega a ser muda, pero que en realidad no lo es- es su pletórico caudal expresivo, su extraña virtud de obligar al espectador a un segundo visionado, desbordado no sólo por toda la retahíla de elementos dramáticos de primer nivel que tiñen el relato -muerte, soledad, desamparo-, sino por sus enriquecedoras estampas que sacuden, hipnotizan, sobrepasan y conmueven y que, por tanto, bien podrían funcionar cada una de ellas de manera independiente, dignas de ser expuestas en los museos con los más altos niveles de exigencia. La insólita base argumental de este milagro fílmico gira en torno a Carmen (Macarena García), más tarde apodada Blancanieves, que tras quedar sola en el mundo pasa a vivir con Encarna (Maribel Verdú), su madrastra. La mujer comienza a atormentar a la joven, convirtiendo su ya desgraciada infancia en algo aún más terrible. Sólo la llegada de siete enanos toreros, junto con la fascinación que le despierta la llamada fiesta nacional y su pasión por el flamenco, lograrán devolver a Carmen la fe en la humanidad, la esperanza. En medio de este atípico planteamiento, aderezado con la aplastante fuerza del arte flamenco convertido en uno de los motores que ayudarán a Carmen su proceso de madurez -los dos números abiertamente musicales son, de lejos, lo mejor de la película-, el director deja patente hasta qué punto se ha inspirado en los cuentos clásicos de toda la vida para elaborar su película más personal e intimista: de forma más o menos explícita van circulando a los largo de sus depuradísimos 90 minutos homenajes a Pulgarcito, La Bella Durmiente, Caperucita Roja, La Cenicienta... incluso, es obvio, a la propia Blancanieves.