Para el soñador,
para el poeta, suponen poco los estragos del tiempo. Lo que está
caído lo levanta; lo que no ve, lo adivina; lo que ha muerto, lo
saca del sepulcro y le mande que ande, como Cristo a Lázaro.
Gustavo
Adolfo Bécquer, El
castillo de Olite.
La semana pasada,
aprovechando los últimos días de vacaciones de verano, volví a
visitar las ruinas de Segóbriga. No sé cuántas veces he estado en
las ruinas de Segóbriga. Muchas, desde luego. Y, si todo va bien, y
así lo quieren los dioses, todavía me quedan muchas visitas por
hacer a dichas ruinas, tan entrañables ya como una vieja casa
paterna.
Poco
antes de volver a visitarlas estuve comiendo con un matrimonio amigo.
A ella le gusta mucho viajar. A él, no tanto. Prefiere, dice,
quedarse en casa, con un libro y con buena música. No obstante,
reconoce que ha hecho viajes preciosos. Y que los viajes tienen una
cosa encantadora, algo que está por encima de todo, de hoteles,
paisajes, comidas y hasta de los posibles contactos humanos. Esa cosa
es la sorpresa. Y me citaba como sorpresa muy agradable el hecho el
salirse de una carretera, dar con una vieja muralla, o un lugar
inhóspito que le trae a la memoria, de repente, un verso de Homero,
un pasaje de la Ilíada
o
de la
Odisea.
Entonces, reconoce sonriendo, le perdona a su mujer que lo haya
sacado de su habitación, de sus libros y sus músicas. Sí, valió
la pena salir de casa y olvidar la monotonía cotidiana. Al menos por
unos días.
La primera vez que
visité Segóbriga, igualmente una sorpresa inesperada tras horas de
conducción, era aquello un campo desolado. Dicho campo no estaba
vallado. Pude entrar y salir de las ruinas a placer. Era una tarde
del otoño, con el sol declinante. Y hacía frío. Aun así nada me
impidió recorrer la larga avenida bordeada de tumbas vacías, ver el
anfiteatro, y sentarme en las gradas del teatro. A lo lejos, por
encima del escenario, enmarcando las columnas que todavía están en
pie, se veía el campo: cuadros, en suave ondulación, verdes,
marrón, amarillo. El sol se ocultaba en la lejanía poniendo un
suave toque dorado de melancolía. Cuántas risas y lágrimas se
tuvieron que producir en aquellos asientos que, ahora, a mi lado,
permanecían vacíos y silenciosos. Por un camino lejano, una punta
de ovejas levantaba una suave polvareda. Sus esquilas sonaban
atenuadas por la distancia. También allí debieron sonar aplausos,
risas y carcajadas. O tal vez alguna madre lloró viendo alguna
terrible tragedia. Es posible que la tragedia le evocara viejos
recuerdos y temores.
Tal
vez salí por la misma puerta por la que salían ellos al acabar el
espectáculo. Me desvié pronto, sin embargo, para visitar lo poco
que queda de las termas. Me demoré viendo las vacías hornacinas
donde dejaban mantos y capas, esas hornacinas de piedra donde
guardaban la ropa y los objetos personales antes de empezar el ritual
del baño. Allí, en las distintas salas, habría conversaciones de
negocios, tal vez se comentara alguna obra de teatro, o la lucha de
algún gladiador con algún jabalí cazado en los montes cercanos.
Tal vez se criticara o alabara, en más de una ocasión, la
magnificencia con la que Caio Iulio Silvano estaba edificando su
casa, su enorme domus,
junto a las Termas Monumentales. Y se hablaría, cómo no, de las
carreras de cuadrigas en el circo. Sin duda habría alguna
conversación de tipo político, y alguna que otra confidencia más o
menos personal e íntima. A veces, en los inicios de la noche, creí
percibir voces susurrando. Ave
homo visitator. Ave.
Aquella
primera vez que visité Segóbriga no tenía prisa, ninguna. Nadie me
esperaba y nadie iba a cerrar lo que no estaba vallado. Y conforme
descendía el sol, más nítidas me parecían las voces que me venían
del pasado. Veía ahora, con las ruinas bajo las sombras, a los
antiguos habitantes moverse por entre los restos de su ciudad,
hablar, comentar o pasear cabizbajos. Algunos hablaban, alegres o
indiferentes, de lo que siempre hablan los humanos; otros,
contemplaban los templos de la ciudad y meditaban. Varias personas
caminaban con prisa hacia sus casas: caía la noche y comenzaba a
hacer frío. Sintiendo un estremecimiento, me apresuré yo también
dispuesto a marcharme. Se movió un ligero vientecillo. Y como si
fuera una voz venida de muy lejos, me pareció oír, por entre pinos
y olivos, algo que me decía, con un suave susurro: carpe
diem. Me
agaché, cogí un puñado de tierra, dejé que el viento me la
arrebatara de entre mis dedos, y murmuré con agradecimiento: sit
vobis terra levis. Y
así me fui de Segóbriga: con el corazón henchido de paz y de
melancolía. Y es eso lo que siempre encuentro allí.