Kalen, el druida de la aldea, dio por iniciada la celebración de la
fiesta del fin del verano, el Samhain. Al pequeño Kilian le gustaba
aquella fiesta. Apenas hacía un mes que cumplió los nueve años y gracias
a que las cosechas de los últimas temporadas habían sido muy generosas,
recordaba las celebraciones vividas con gran entusiasmo.
Por el hueco de las cubiertas de paja de las pequeñas viviendas de
tierra salía el humo de la lumbre que ardería toda la noche en su
interior. En el centro de la aldea se consumía una gran hoguera junto a
la cual se asaban los corderos para celebrar la buena cosecha. Muy
pronto, todos los habitantes se reunirían en derredor de las brasas para
comer la tierna carne acompañada de cerveza y aguamiel. Era el momento
en que Kilian más disfrutaba. Resultaba muy divertido ver a tus vecinos
pintados de colores y ataviados con feas máscaras talladas en cortezas
de árbol.
Antes debían colocar las ofrendas a sus difuntos. Alanna, su madre,
terminó de preparar unos dulces a base de pasta de cereales y miel. Se
los entregó al emocionado Kilian para que los dejara sobre la ventana de
la choza. Aquella noche tenía mucho significado para su pueblo. No solo
celebraban el fin de un próspero verano sino que además, con el cambio
de estación, el mundo de los vivos y el de los muertos se acercaban
hasta unirse durante el transcurso de aquella noche. Por ese motivo
preparaban los dulces: para ofrecérselos a sus antepasados. Como también
podían volver espíritus malignos, se pintaban para ahuyentarlos y más
tarde, arrojarían los huesos del festín en el fuego de sus hogares.
—Vamos Kilian —le dijo su madre—. Ya ha comenzado la cena en la hoguera.
Juntos se apresuraron a ocupar su lugar en la larga mesa improvisada
junto al fuego. A un extremo de la misma, el anciano Kalen sonreía al
tiempo que dialogaba con algunos de sus vecinos. Un corpulento hombre
con el rostro tiznado en rayas de varios colores agarró a Kilian por
sorpresa levantándolo en el aire.
—¡Mira mamá! —gritó divertido—. ¡Mira que feo está papa!
—¿Que estoy feo? ¡Ahora verás!
Rápidamente Braian empezó a embadurnar la cara de su hijo con cenizas y
barro mientras éste no paraba de reírse y revolverse tratando de escapar
de su abrazo.
Pasaban las horas invitando a la noche a compartir la mesa. Alanna
entregó a Kilian un recipiente con un puñado de huesos, restos de la
cena.
—Se hace muy tarde cariño —le dijo con ternura—. Lleva la vasija a casa y acuéstate; no tardaremos en ir nosotros.
Obediente, Kilian corrió en dirección a la choza familiar con la urna
entre sus manos. Sin embargo, al acercarse por fin a su hogar, unos
movimientos llamaron su atención. Había alguien junto a la ventana.
Se aproximó con precaución, escudándose en las sombras, hasta poder ver
claramente el rostro del intruso. No era miembro del clan y, lo más
grave, estaba comiendo los dulces que su madre había preparado. Con
cuidado cogió una vara que se apoyaba contra el tapial de su choza.
Tomando aire se plantó con decisión junto al extraño y usó la vara a
modo de lanza improvisada.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó a voz en grito.
El aludido dio un respingo demasiado exagerado como para ser sincero.
—¡Oh! ¡Por todos los dioses! —Exclamó mirando al muchacho con cara de susto—. ¡Piedad! ¡No me hagas daño!
—No queremos vagabundos en la aldea. Y menos si nos roban la comida.
—¿Te refieres a estos dulces? Verás, me sentía hambriento y olían tan bien... Dile a tu mamá que cocina muy bien.
—¡Sepárate de ellos! No son para ti —dijo Kilian amenazando con su lanza.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero no me hagas daño con tu arma. Eres un muchacho muy valiente. ¿Cuántos años tienes? ¿Quince?
—Tengo nueve años y no te tengo miedo.
—Ya veo. No me moveré. Me llamo Lugh, ¿me dirás tu nombre?
—Mi nombre es Kilian.
—¿Nueve años, eh, Kilian? Caramba, que crecido estás —le dijo el
vagabundo con un brillo de satisfacción en los ojos que el muchacho no
fue capaz de distinguir—. Tus padres deben de estar muy orgullosos de
ti. Sí... seguro que sí.
Hablaba pausadamente, observando al chico que tenía delante,
recorriéndole de los pies a la cabeza con su vista. Era un hombre adulto
pero no anciano; mayor que su padre. Vestía unos pantalones de cuero y
unas pieles sujetas con correas le servían de abrigo. Su postura era
relajada y su voz pasó de asustada a un tono suave dando a entender a
Kilian una actitud amistosa.
—¿Es de olmo esa vara que llevas? —preguntó aquel hombre tratando de cambiar de tema—. Es una madera muy resistente.
Aquello consiguió desconcertar un momento al chico, por lo que decidió aprovechar la ocasión.
—Mira esto que tengo aquí —dijo al sacar un pequeño objeto de entre los pliegues de su abrigo y tendiéndoselo al muchacho.
—Es una flauta —dijo Kilian con decepción al recibir el objeto.
—Sí, una flauta, pero fíjate bien en ella. Está tallada de un trozo de raíz de urz; la mejor madera para las flautas.
Kilian palpó con sus dedos los dibujos tallados en la superficie de la
madera. Infinidad de filigranas dibujaban figuras que se entrecruzaban
unas con otras en la pequeña superficie del instrumento.
—¿Por qué no la pruebas? —le preguntó Lugh sentándose en el suelo—. Toca un poco.
Kilian sabía tocar alguna melodía con la flauta así que, tentado, probó a
soplar por su boquilla. Asombró tanto al muchacho el sonido limpio y
cristalino que fluyó del instrumento que, separándolo de sus labios,
volvió a mirarlo con admiración.
—Es bonita, ¿verdad? Me ha llevado mucho tiempo terminarla. Años —ahora
la voz del hombre sonaba triste, alejándose de allí—. Iba a ser un
regalo para mi hija, pero nunca pude dárselo.
—Es muy bonita. Y me gusta cómo suena —le dijo Kilian estirando su brazo para devolverle la flauta.
—Hummm, ¿por qué no hacemos una cosa? —titubeó el hombre sin llegar a
recoger el instrumento—. Yo te doy esa flauta si tú me dejas llevarme
estos dulces; de verdad que estoy hambriento.
Kilian lo pensó un momento. Le gustaba la flauta. Respecto a los dulces,
sabía que mañana se los comerían en casa después de haber cumplido su
función ritual. A su madre le gustaba mucho la música; ella le había
enseñado a tocar la flauta. Tal vez no se enfadara con él por el cambio.
Si su madre aceptaba, su padre no tendría por qué enterarse.
—De acuerdo. Pero márchate ya, no quiero que te vean rondando por aquí;
ya te he dicho que en nuestra aldea no son bienvenidos los vagabundos.
—Gracias muchacho. Que los dioses te bendigan, a ti y a tu familia.
Dicho lo cual cogió lo que quedaba en el cuenco de los dulces y
rápidamente se escabulló entre las sombras de la noche. Cuando su madre
llegó a la choza, dejando a su marido con el resto de los hombres que
apagaban la hoguera del festín, se encontró con el cuenco de dulces
vacío y con su hijo despierto, esperándola.
—¿Por qué no te has acostado? -le preguntó mientras dejaba su capa de
pieles sobre unas astas de ciervo—. ¿Sabes que ha pasado con los dulces
de la ventana?
Kilian tomó aire para tratar de sonar convincente con su explicación.
—Encontré un hombre comiéndoselos. Dijo que se llamaba Lugh. Me ofreció
esta flauta a cambio de los dulces y yo acepté. Mamá, es una flauta muy
bonita; mírala —rogaba con su voz mientras le mostraba el instrumento a
su madre.
Alanna cogió el trozo de madera tallado y con dedos trémulos recorrió
los dibujos de su superficie como antes hiciera su hijo. Reconoció
fácilmente el diseño rúnico grabado.
—¿Lugh...? —susurró sintiendo asomar en sus ojos unas lágrimas cargadas de viejos recuerdos.
Kilian, asustado al ver a su madre a punto de llorar, la abrazó con fuerza y trató de disculparse.
—Mamá no te enfades. Yo no quería portarme mal. Puedes hacer más dulces; yo te ayudaré.
—No, mi vida, no te has portado mal —trató de calmar a su hijo
devolviéndole el abrazo—. Este año no será necesario hacer más dulces;
eran para él.