Cuando las aguas han
vuelto a su cauce, cuando la serenidad ha hecho mella en los corazones de aquellos
ciudadanos francamente afectados, cuando todo sosiego muestra que la frialdad
es buena consejera, quizás es el momento ideal para analizar qué pasó durante el
tercer fin de semana del mes de septiembre de 2011.
Cuando aparentemente podía
haber sido un fin de semana típico, incluso anodino fin de fiesta, que no fue
tal, sino la respuesta de un público aficionado/adicto a la tauromaquia ante la
impotencia de una prohibición, tan inquisitorial y estúpida como estancada en
el tiempo, de unos parlamentarios autonómicos, ¡Jó…, qué tropa!, que se
comportaron como abolicionistas, ambiciosos, desarraigados, descolgados de la
realidad de la calle, desorientados, frívolos, impulsivos, intolerantes,
intransigentes, vanidosos, que fácilmente olvidaron el respeto debido a sus
propios votantes, sin siquiera haberla anunciado en su programa electoral, secuestrando
la voluntad no solamente de los catalanes sino de todos los ciudadanos
españoles, impidiendo la utilización de la plaza Monumental de Barcelona para
poder disfrutar de la Fiesta Nacional en el microcosmos taumatúrgico que
representa en su albero el rito de la liturgia del toreo, demostrando un claro
desconocimiento, odio y evidente incultura sobre la historia que escriben, corroborando
las palabras del filósofo José Ortega y Gasset cuando sabiamente expresó: “No puede comprender bien la Historia de
España quien no haya construido, con rigurosa construcción, la historia de las
corridas de toros”.
Cuando a las seis de la
tarde sonaron los clarines, no de una tarde cualquiera, sino la que fue, a su
pesar, el inicio de dos festejos taurinos, con carteles de lujo, representados
por Morante de la Puebla, El Juli, José María Manzanares, Juan Mora, José
Tomás, Serafín Marín, que vivieron lánguidos y tristes, al son de los clarines,
al pisar con sus cuadrillas este coso que, si durante noventa y cinco años de
solera los albergó, ya jamás acogerá ningún otro toreo por haber sido enviado
al destierro.
El público que llenaba el
recinto había venido de todas las comunidades españolas a llorar
desconsoladamente en el hombro del vecino, estaba dispuesto a dar las mayores muestras
posibles de cariño y confirmación de que continuarán a su lado para que el toro
de lidia, como bien cultural ancestral heredado, no se pierda en el anonimato,
con ovaciones prolongadas hasta que las palmas de las manos dolieran, ante el
destierro ilustrado que se avecinaba, atento a cada tercio y, cada dos por
tres, puesto en pie, enardecido, unido en su rabia y con ganas, gritando
desgañitado en repetidas ocasiones: ¡o-lé!, ¡o-lé! y ¡vi-va Es-pa-ña!, ¡vi-va
Es-pa-ña!, sin olvidar lo más sorprendente aún al oír corear: ¡li-ber-tad!, ¡li-ber-tad!,
li-ber-tad!, haciendo retroceder, por los recónditos vericuetos de la memoria,
tres/cuatro décadas, como si de un sueño se tratara, hasta enronquecer contra
la prohibición del ejercicio civil del derecho a asistir a un evento cultural, una
prohibición nada progresista, totalmente retrógrada, saltándose la
Constitución, nunca mejor dicho, a la torera, fraguada entre bambalinas, con
nocturnidad, ignorancia y alevosía, posiblemente apoyados en ideas trasnochadas,
en una región que siempre ha presumido de torera.
Los trajes de luces se
adornaban y reflejaban, al caer sobre ellos los focos encendidos del recién
nacido atardecer otoñal, los tres maestros en la suerte de banderillas colocaron
sendos pares en el toro sobrero, solicitado por el público, gentilmente
concedido a un Morante cómplice y descalzo, pisando la arena con vigor, cuya
faena con sus dos anteriores se vio descolorida, recuperando su buen hacer de
maestro, apasionado por el alboroto enternecedor que se respiraba.
José Tomás, torero que
tiene a gala abarrotar las plazas de toros, pese al oscuro quinquenio que
estuvo desaparecido y que, tras el gravísimo percance sufrido el año anterior,
sellaba su novena tarde, una novena ofrecida como prueba de introspección de cara
a su futuro profesional, dejaba un acervo meritorio, en todas ellas recuerdan
un lleno absoluto, colgado el cartel de no hay entradas, algo ya habitual en su
recorrido profesional, en forma, seguro de sí mismo, citando en los medios del
coso, siempre desde la lejanía, como le gusta hacer su faena, haciéndose con el
toro, inamovible en su encadenado interminable, buscando el séptimo, siete, el
número de la vida y de la muerte, con pases ya de capote, ya de muleta, hasta hacer
que el toro suplicara un respiro, mientras él se distanciaba, y así arrancar de
nuevo. Un toreo totalmente distinto a todo lo conocido y muy difícil de
igualar.
Una ceremonia del adiós repleta
de fervor torero, incluyendo alguna lágrima caída en la arena, durante dos
tardes, la última, una vez abandonada la arena por parte de los diestros
protagonistas, una marea de público inundó el albero para sentir el calor
vespertino y marchito de la última corrida y hacerse la foto para el recuerdo, dice
mucho en contra de la barbaridad que supone la abolición e intento de
erradicación por intoxicación de un arte reconocido por los siglos de los
siglos. Esta prohibición de decidir por otro, sin respeto, qué debe hacer con
su ocio, entra de lleno en el manual de cabecera de lo dictatorial, es la constante
amenaza que sobrevuela hasta conseguir lo deseado, la tajada apetecible, una y
otra vez, como si fuera la yenka, seguida de amago. Y vuelta a empezar.
Con aquel fin de semana la
fiesta no terminó el vía crucis sino que para algunos continúa, como son los
empresarios que se creen perjudicados con esta decisión parlamentaria injusta que,
al tomar posesión del escaño, sin haber leído la letra pequeña de la
comunicación social, apostando por el todo vale, haciendo cola con sus
peticiones de indemnización a cargo de las finanzas públicas. ¿El resto de las
comunidades españolas ayudarán a sufragar los gastos de unos visionarios que no
previeron estas consecuencias?
Ante la temporada del año
pasado convertida en novenario este año se ha reducido a una minitemporada
reflejada en un triduo que comenzó en Badajoz, continuó en la Feria de Las
Colombinas (Huelva) y finalizó con el esplendor en la arena del Coliseo romano de
Nîmes, cuya faena se vio premiada con la salida a hombros por la puerta de los
Cónsules.
Mientras tanto, entre novenario
y triduo, Jotaté, maestro entre maestros, diestro en rendir plazas ante la devoción
que le sigue, sin saber el futuro, un futuro que sólo el Universo conoce, aunque
su decisión puede considerarse como el preanuncio de un posible y definitivo
corte de coleta, no sin restar importancia a la esperanza puesta en que años
venideros nos ofrezca algo más de su espléndido repertorio para satisfacción y
gozo de sus incondicionales seguidores.
Y con permiso de Antonio
Burgos, recuerdo esta frase suya: “Si nuestra fiesta nacional fuese la fiesta
nacional británica, media docena de matadores de toros serían lores”,
permitiéndome una licencia: más que lores, y castellanizando en plural el
inglés, diría que sires.
Y, en cuanto a la plaza
Monumental, en lugar de desearle que descanse en paz, rogar por la
reivindicación de la fiesta taurina, porque vuelva la cordura y que en su ruedo
se renueven otras tardes toreras jubilosas.
Fdo:
Alfonso Campuzano.- Médico Cirujano Traumatólogo, Hospital
Clínico Universitario de Valladolid