Nosotros
amamos a Azorín. Al Azorín de la prosa limpia, pura, clara,
diáfana. Azorín, a lo largo de sus artículos, con esa prosa, habla
mucho de la situación de España, y de libros. A Azorín le gustan
los clásicos, Cervantes, Lope, Gracián, el padre Nieremberg...
También le gustan los clásicos franceses, a los que conoce tan bien
como a los españoles. A Azorín le maravilla el teatro de Racine y
de Molière, y era un gran admirador de Michel de Montaigne. Muy a
menudo cita, casi siempre de memoria, alguno de sus ensayos. También
cita a Cervantes y a Quevedo, a fray Luis de Granada y a Gracián.
Azorín
era español, alicantino, de Monovar. Azorín ha tenido mala suerte
en su país, un país de contrastes, cainista. Ha tenido mala suerte
porque José Martínez Ruiz, antes de ser Azorín, fue anarquista.
Luego, parece ser, renunció a su anarquismo y se hizo, dicen,
conservador. El anarquismo, lo dijo el mismo Baroja, no está mal
como gimnasia del espíritu, pero para poco más aprovecha. Tal vez
José Martínez, amigo de don Pío Baroja, también pensara igual que
este con respecto al anarquismo.
Algunas
personas han visto en ese cambio de actitud, de ideología, o
simplemente de edad, una veleidad, un espíritu superficial. Otros lo
califican de traidor. Y nadie lo lee. Cierto es que en un país de
contrastes hay que decir las cosas a voz en grito, y pintar con
brocha gorda. Ya no cabe la delicadeza ni la ironía, ni el pincel de
Velázquez, ni la fina prosa de Cervantes. Tampoco, por supuesto, la
clara y diáfana de Azorín.
Azorín,
sin embargo, tiene artículos terribles. Artículos de una gran
dureza. Los dedicados, por ejemplo, a la Andalucía trágica, a la
Andalucía que pasa hambre y se muere de desnutrición. Azorín no
denuncia la triste situación con proclamas ni soflamas. Hace, por el
contrario, dos cosas tan sencillas como naturales: habla con los
trabajadores en el casino del pueblo, les pregunta cuánto dinero
necesitan ellos y sus familias para sobrevivir y cuánto ganan, saca
cuentas, y surge un resultado escandaloso, escalofriante.
Ellos
y sus familias se mueren de hambre.
Nada
de cuanto piden esos trabajadores es superfluo. Aun así, no tienen
dinero ni para comprar pan, ni aceite, ni legumbres. El hambre y la
inanición los están minando.
Azorín,
para completar el cuadro, hace otra cosa revolucionaria: acompaña al
médico en su visita a los enfermos. Y da las estadísticas de los
muertos, y de las causas de la muerte. Predomina la tuberculosis,
producida por la desnutrición. El médico no receta medicinas sino
alimentos. Pero no hay trabajo: los campos están yermos o en manos
de los arrendatarios. Los trabajadores no tienen tierras, ni lugar
donde emplearse. Tienen una familia y hambre, y desesperación.
Nada
más patético ni doloroso que estos artículos de Azorín dedicados
a la Andalucía trágica.
No
sabemos si han sido escritos por un anarquista o por un conservador.
Nosotros diríamos que han sido redactados por una persona
inteligente y sensible. Por alguien sutil que confía en la palabra.
Igualmente sutil se muestra cuando denuncia la corrupción de su
época. Sin gritos ni estridencias nos cuenta, como aquel que no
quiere la cosa, que un parlamentario desvió el agua del pantano para
regar sus propias tierras. A Azorín esta afirmación, real y
verdadera, le costó que lo despidieran del periódico donde
escribía. La justicia siempre está bien, pero en casa ajena.
Azorín
también habla del sistema parlamentario, de los parlamentarios y de
sus actitudes. Y ve en el parlamento del momento un edificio vacuo,
sin sentido, en el que nadie cree. Pide, en consecuencia, la
renovación de éste.
Azorín
no se escandalizaría si viera el funcionamiento del parlamento
actual. No sirve para nada. A lo sumo para escenificar lo que todos
sabemos: cuando llega allí alguna propuesta, política o económica,
ya ha sido debatida, vendida y comprada en otros foros. Se ha pagado
por ella una cierta cantidad, y en el parlamento se vota lo ya hecho,
se escenifica o representa una triste y patética farsa. En esa farsa
nadie rinde nunca cuentas de nada. Y sin cuentas claras es imposible
la democracia.
A
veces retransmiten por la televisión debates en los parlamentos. Son
debates tristes, grises, patéticos. En los debates, los
parlamentarios se acusan los unos a los otros de los mismos defectos,
ironizan, lanzan algún sarcasmo, y no llegan a ningún acuerdo. El
acuerdo lo comprarán a cambio de prebendas, o de cualquier otra
cosa, en despachos o en cacerías. En los debates se pone bien a las
claras que lo importante es el partido propio de cada uno, no las
leyes o la justicia o la equidad. Menos todavía la nación, un
concepto que se va perdiendo con la velocidad de la sangre cuando un
astado siega la carótida.
Todo
está corrompido. Tanto como en la época de Azorín.
Azorín,
de vez en cuando, nos da un respiro. Entonces nos habla de libros.
Azorín siente una especial predilección por los clásicos. Y como
ellos tiene una enorme aversión por la guerra. Azorín habla mucho
de los autores que reniegan de la guerra, que la denigran y
descalifican. Y siente una especial inclinación por aquellos hombres
que se malograron. Riofrío,
un pueblecito de Ávila, es
un libro precioso, de una prosa limpia, clara, diáfana. Pero también
es un libro que encierra una enorme melancolía. ¿Qué hace un
ilustrado como don Jacinto Bejarano Galavis y Nidos en un pueblo
perdido? Don Jacinto, de vez en cuando, se siente solo en medio de
sus congéneres. Añora las tertulias, las librerías, pero no se
mueve de Riofrío. Siente que hace falta allí: no puede traicionar
su vocación.
A
Azorín también le indignan las historias de las literaturas, que
son repeticiones de las anteriores historias de la literatura. Lucha
contra ellas, y defiende lo que, muchas veces, aquellas condenan.
Azorín es un hombre de amplias y profundas lecturas. Y hace una
encendida defensa de la última novela de don Miguel de Cervantes, la
obra que desdeñan las historias de la literatura. Quizás porque lo
hizo la primera, y nadie se ha tomado la molestia de revisarla.
Azorín
es un hombre con criterio propio. E incita a tenerlo. Azorín invita
a leer muchos de los libros que admira. Leer a Azorín con un lápiz
en la mano, tomando nota de todos los libros de los que habla, es una
buena tarea. Al terminar la lectura se tiene una preciosa lista de
lecturas pendientes. Pero muchos de los libros de los que habla
Azorín ya son inencontrables. Hoy predomina la novedad.
Nos
imaginamos ahora paseando con Azorín por un pueblecito. Es otoño.
El camino está lleno de hojas caídas, de color marrón. Hace frío.
Las nubes amenazan lluvia, o tal vez nieve.
-¿Qué
es el patriotismo, Azorín? –preguntamos con una cierta
familiaridad.
-Tal
vez el patriotismo sea publicar algunos de los libros, no nos
atrevemos a pedirlos todos, del padre Nieremberg –nos contesta el
maestro-. Y el conocimiento de la geografía y de la historia del
país. ¿No le parece a usted?
Nosotros
amamos a Azorín. Leemos a Azorín. Hoy en día, sin embargo, es
difícil encontrar libros suyos. Por fortuna conocimos a Azorín en
nuestra lejana juventud, cuando encontrar libros del maestro era
relativamente fácil. Tanto es así que nuestra biblioteca está bien
surtida de libros de Azorín.
-Yo
quisiera, Azorín, que usted fuera mi maestro.
-Bueno,
pues léame. Ya no podemos hacer otra cosa.
-Es
lo que hago. Pero hay un problema. No me gusta dirigirme a usted como
Azorín. A ese nombre no se le pude poner un tratamiento de cortesía.
Y llamarle don José tal vez le disguste a usted.
-No,
no me gusta. Llámeme Azorín.
Conseguir
la pureza, la limpidez de la prosa de Azorín, su diáfana claridad,
su sencillez, es tarea de toda una vida. Azorín ha quitado de su
prosa todo lo superfluo. El grito lo es. Quizás por eso muchos no
entiendan la prosa clara, limpia y sin retórica del maestro, que es
capaz de hablar de lo más terrible, del hambre de una región, con
la más pura sencillez. Sí, nosotros amamos a Azorín. Y
recomendamos su lectura vivamente.
-Yo
creo, Azorín, que se deberían publicar más libros suyos.