Frente a estas fuerzas entrópicas de nuestra
sociedad, la propuesta de fortalecer lo propio, rescatando los valores de la
chilenidad, de aquello que conformamos como región, ese crisol inconcluso de
etnias, aquello que somos en nuestra calidad de indo-iberoamericanos, debe
trascender mucho más allá de las efemérides o la retórica integracionista.
Si la América a la cual pertenecemos, está en pleno
proceso de estabilización política y económica. Si a nivel planetario la
tendencia mundial a los regionalismos va acompañada de tendencias de
neo-proteccionismo que dificultan las posibilidades de crecimiento hacia
afuera de nuestras economías; y si a eso se adiciona la reaparición de grupos
neonazis, cuyos mensajes de xenofobia penetran las ciudades europeas, la
civilidad de nuestra región debe asumir el desafío impostergable de apurar el
paso en la cooperación y la integración.
La evidencia actual de esta nueva dinámica de los
procesos de cooperación regional, se aprecia en dos niveles interconectados:
el plano intergubernamental, en donde la diplomacia directa apunta a la
concertación política de la región; y el ámbito privado, con acciones constantes
de empresarios, académicos, profesionales, organizaciones no gubernamentales,
que han ido tejiendo una red de intereses permanentes que hoy deja al proceso
global de colaboración regional, en una inmejorable posición.
Hoy la cooperación es mucho más que un eslogan recurrente
para la revisión de las relaciones exteriores.
Es la necesidad íntima, familiar, de defender
nuestra esencia, para que la apertura de las economías no signifique
resignarnos a perder elementos históricos que nos han dado una identidad, una
personalidad frente al mundo.
El mundo de los noventa nos llena de información.
Nos satura de noticias. Nos exige repensar todos los estilos tradicionales de
vida. Es a veces incómodo vivir en esta aldea mundial.
El desamparo del hombre de hoy se traduce en el
cambio mundial de los roles del Estado, con un ajuste estructural que ha ido
más adelante que la mentalidad de la comunidad nacional, que, salvo
excepciones, va internalizando lentamente los nuevos estilos de interacción
económica y social.
Queda en las personas un sentimiento de soledad, un
descreimiento en ese Estado que se repliega y se declara subsidiario. Se
intuye la necesidad de participar en términos competitivos, se teme el peso
político de grupos de interés, cuyas áreas de influencia trascienden los
marcos nacionales.
Como una reacción casi lógica el hombre se refugia
gregariamente en las organizaciones no gubernamentales, convirtiéndose éstas en
trincheras elitarias para actuar en la conquista de algún grado de influencia.
Hay temor por las distorsiones que puede tener el
poder financiero en la vida social. Se desconfía de la relación de lobbying y
se aspira a una transparencia que permita dilucidar la legítima acción de
defensa de intereses sectoriales o gremiales de lo que es corrupción. Débiles
fronteras que cuesta distinguir.
En la reorganización o modernización de nuestros países,
aparece la necesidad de compartir espacios, pero también la enquistada
tendencia de ganarlos por la fuerza. Federalismo o feudalismo es
la dicotomía que nos plantea Edgard Morin, en su prospectiva de la civilización
planetaria de fines de siglo.
A nivel de las calles empedradas que soportan
estoicas sus siglos marineros, el humor ayuda a no deprimirse ante tanto
cambio. Una de las expresiones críticas más saludables que el anónimo ser
humano ejercita desde su clandestino sitial en las megalópolis, es la observación
ácida, el diagnóstico risueño que se mofa de todo.
La risa, como nuestros bailes festivos, es liberante
y un antídoto frente a tanta incongruencia. Es una ligazón satisfactoria para
individuos solitarios que rehuyen pero al mismo tiempo integran la multitud
desbocada; queriendo de alguna forma levantar su protagonismo, defendiendo
el aire y la flor, mofándose de la última masacre de los pacifistas armados
hasta los dientes que nos ha traido el satélite.
Riendo de todo, rasgando con la mirada aguda del
libretista, del caricaturista o del cómico los protocolos almidonados, este
ejercicio lúdico oxigena las urbes con sus ventoleras irreverentes. Así también,
el anónimo telespectador celebra desde el living los logros de la Paz en medio
de tanta belicosidad.
Pero más allá de la actuación soberana como televidente,
aparece reiterativa la soledad, barnizando las ciudades con recelos y miedos.
Y allí, al medio, nadando hasta el próximo escaño,
intentando un surf por las olas de la modernidad, el hombre de hoy, minúsculo,
atiborrado de información, sin saber que en esa avalancha de información corre
el riesgo de perder cada vez más su capacidad de asombro y su débil identidad
nacional. O también el riesgo de irse cerrando en sí mismo, con la pérdida de
interés por todo lo que esté más allá de su microentorno.
En las urbes, los personal stereos clausuran toda
posiblidad de acercamiento básico a los demás. Y la conexión no tiene
filtros mínimos para aquello que alguna efe - eme despliega como programación
envasada.
Este es el escenario de disgregación en que se sitúa
el alerta rojo. Si se quiere fomentar una actitud de respeto mutuo, que elimine
actitudes belicistas de cada íntimo pequeño dictador, es preciso generar los
puentes elementales para salir de nuestras caparazones y decidirnos a conjugar
el nosotros.
El televidente que ríe, que selecciona lo que quiere
escuchar, al ejercer su sagrada libertad parece estar olvidando o desinteresándose
por lo público, por los demás.
Así es la dura tarea cotidiana de la convivencia.
Deambulando nuestro minúsculo hemisferio, resguardando
el metro cuadrado escaso, fortaleciendo maceteros de poder que jamás llegarán a
ser parcelas, nos encaramamos hoy a la pregunta desgarradora que se avienta
en esta etapa de apertura , en donde América Latina tiene una mitad oculta
deambulando por el mundo entero, como sudacas o espaldas mojadas: ¿Cómo
participar en este mundo de hoy sin que nos debilitemos más en el empeño?
¿Cómo formar en nuestras jóvenes generaciones una
mentalidad abierta, interesada en interactuar siendo mejores?
Desde este nominado Continente de la Esperanza,
desde este Chile partido y diseminado por el planeta, asomemos la nariz
inocente al discursivo proceso cotidiano, a esos esfuerzos que buscan
construir su inserción internacional.
Asumiendo los riesgos, que hemos reseñado como hitos
de sirénico espectro, descubramos con energía las enormes oportunidades que nos
ofrece cada día el diálogo, la cooperación, las negociaciones.
Podemos construir una pertenencia creativa y
polifacética a un mundo flexible, quizá agreste, pero lleno de otras
personas, con paralelas incertidumbres, que tienen una visión compartida, y a
quienes debemos descubrir. O seguir famélicos hasta un penúltimo naufragio.
Depende de nosotros.
Las energías están dentro de cada uno de nosotros.
El asunto es focalizarlas en forma integrativa, elevando el conocimiento y
respeto por lo propio, por nuestra historia, nuestros ancestros, nuestra
idiosincracia.
Intentemos la aventura del redescubrimiento, la
catársis ineludible que nos permita fulgurar como eslabones del fin de siglo,
ligando con inusitado esfuerzo nuestro incongruente trocito de historia con la
cosmogonía que cada cual esculpió en sus silencios, o aprendió en décadas
pasadas entre aquellas estanterías, hoy abarrotadas de tomos fantasmales.
Tratemos de empezar de nuevo, avanzando por los
umbrales del siglo, más livianos, desprovistos de lastres, para rememorar lo
propio con los poros abiertos, pero hurgando las aristas de la memoria para
eliminar los absolutismos, para asignarle a cada episodio su prisma de verdad
inconclusa. Hagamos el empeño honesto de elevar un puente para la empatía
indispensable que nos permitirá conocernos y entender nuestras respectivas
ansiedades e intereses.