Hay
conversaciones, y contertulios, que tienen su punto de riesgo, de
azar. Conversaciones, y amigos, que nos pueden llevar por derroteros
insospechados poco ha. Conversaciones capaces de desviar nuestra ruta
e introducirnos en parajes novedosos, aunque visitados en una lejana
época. Conversaciones, en fin, que nos recuerdan un viejo tópico:
la aventura de leer.
A
la inmensa mayoría de las personas nos ha sido dado experimentar la
distancia que media entre el recuerdo y la realidad. La impresión de
quien ha vivido esto es tan grande que, inconscientemente,
anonadados, nos lleva a plantearnos si toda nuestra vida pasada,
nuestros recuerdos, no estarán tan “exagerados” como el recuerdo
que se acaba de esfumar. Tan profundo ha sido el contraste.
Un
hombre mayor puede recordar la plaza en la que jugaba de pequeño. Un
domingo por la mañana. No había nadie. Tenía toda la plaza del
pueblo para él solo. Durante horas y horas jugó a rebotar la pelota
contra la pared del viejo ayuntamiento. La pelota era nueva. Un
regalo de los Reyes Magos. Fue para él una mañana gozosa. Una
mañana que recordaría en los momentos más inesperados de su
dilatada vida, transcurridos, la inmensa mayoría de ellos, lejos de
aquel pueblo y de aquella plaza. Un día, sin embargo, quiso volver a
ver la vieja plaza de su infancia. Y lo que él recordaba como una
plaza grande, espaciosa, llena de sol, no era sino un rincón
miserable, poco capaz y triste. ¿Y dónde está la alegría de
aquellos momentos? Tal vez en el olvido de la realidad presente. O
quizás tengamos dos realidades netamente diferenciadas: el recuerdo,
y la realidad propiamente dicha. Pero esta realidad no tiene el
sentimiento ni el gozo del recuerdo. Es probable que por eso parezca
tan triste, tan mezquina. El recuerdo, por el contrario, aparece
luminoso y lleno nostalgia y encanto.
Un
planteamiento así, o similar, condujo enseguida la conversación por
los derroteros de la literatura. Azorín, dijo el viejo amigo, habla,
en uno de sus libros, de un caso parecido. Sabido es que Azorín era
un enamorado de nuestros clásicos. Dentro de los clásicos, sin
entrar en detalles, es probable que fuera a don Miguel de Cervantes a
quien dedicara más páginas. A Azorín le gusta imaginar la vida de
los personajes de Cervantes una vez han sido abandonados por éste.
También le gusta visitar los lugares en los que él estuvo. Y
repite, hasta la saciedad, que no hay páginas más emotivas y
sentidas, claras y limpias, que el prólogo de Los
trabajos de Persiles y Segismunda, cuando
Cervantes, pocos días antes de morir, se despide de deudos y amigos.
Al
igual que se recuerda una pelota y una plaza, se puede recordar el
sentimiento tenido ante un libro. La conversación sobre Azorín
despertó el viejo sentimiento: la alegría sentida ante la prosa
tersa y diáfana de Un
pueblecito: Riofrío de Ávila. Era
fácil, con los datos suministrados por el amigo, saber en qué libro
Azorín habla de la “falacia” del recuerdo. Sin embargo, una
mañana, subido a una silla –los libros de Azorín están en los
altos de la biblioteca- de pie, se busca el viejo libro. Y allí
mismo, en posición tan incómoda, se empieza a leer. Ya tenemos a
Azorín camino de la Feria del Libro, en otoño y en Madrid. Poco
después nos hablará del autor del libro que ha comprado, don
Jacinto Bejarano Galavis y Nidos. El título del libro es larguísimo.
Y en él don Jacinto, un cura ilustrado, nos habla de Riofrío, de
sus habitantes, y de su soledad; de su tristeza al no poder asistir a
las viejas tertulias en la capital. Un duro exilio para don Jacinto.
Seguramente un talento malogrado, encerrado en un pueblo...
El
libro es una maravilla: por la prosa y por don Jacinto, por su vida.
Azorín engasta su libro dentro del de don Jacinto. Azorín, tras
leer el libro de don Jacinto, se planteó ir a visitar Riofrío de
Ávila. No lo hizo. Allí, se dijo, nada quedará de don Jacinto. Don
Jacinto vive en sus páginas.
Terminado
el libro queda un poso de tristeza. Y la alegría inmensa de haber
leído un libro escrito con semejante prosa. Se buscan más libros de
Azorín. Los libros de Azorín se leen muy bien. Muchos de ellos son
artículos periodísticos. Los libros llevan, en su primera página,
la fecha en la que se adquirieron. Se asusta el lector: tienen,
algunos de ellos, veinticinco años. Otros más y otros menos. Pero
son todos de la misma época. Eso lo reconcilia con el recuerdo, con
el pasado: también entonces le tuvo que gustar mucho Azorín, pues
hay muchos libros suyos en el estante más alto de la biblioteca.
Uno
tras otro van cayendo de nuevo. La prosa de Azorín es limpia y
tersa. Hace falta haber escrito mucho, y haber leído mucho, para
llegar a escribir con la claridad y precisión con que lo hace
Azorín. Azorín sigue alabando a Cervantes, y habla, bastante, de
Los
trabajos de Persiles y Segismunda. Azorín
dice que este libro de don Miguel ha tenido mala suerte: profesores y
retóricos lo han condenado, siguiendo el resto de los mortales su
erróneo juicio: “Pensamosy
sentimos abrumados por una inmensa balumba de prejuicios. En los
manuales y en las cátedras se repiten automáticamente juicios y
opiniones que no tienen ninguna relación con la realidad”1
Azorín no está de acuerdo con ello. Copia pasajes de la novela, y
vuelve a hablar, una y otra vez, del prólogo: “¡Adiós,
gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy
muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”2
Azorín
insiste en la belleza del último libro de don Miguel, y en su
desconocimiento: “Raros
serán los españoles que hayan leído este libro; la inmensa mayoría
de los que no lo leen proceden así, dejándose guiar por el juicio
de eruditos y catedráticos.”3
Azorín
ha conseguido que busquemos el libro de Cervantes. Descansa entre los
Entremeses
y una
de las tantas ediciones de El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Se
queda sobre la mesa para una pronta relectura. La lectura se hizo en
plena juventud, y no se recuerda nada.
II
FRAY
LUIS, NIETZSCHE Y GRACIÁN
Sobre
la silla, de pie, seguimos buscando el libro de Azorín que habla del
contraste entre el recuerdo y la realidad. Pero mientras, apetece
leer Los
dos Luises y otros ensayos. En
las primeras páginas de este libro, el maestro Azorín compara la
actitud de Fray Luis de Granada con otros dos intelectuales: con
Francisco Giner de los Ríos, y con Nietzsche: “Los
ideales que profesan son distintos, muy distintos; pero su modalidad
espiritual, la manera de vivir, su actitud frente al mundo son las
mismas. Una cualidad exquisita domina en estos tres hombres que hemos
citado, cualidad maravillosa a que no llegan sino contadísimas
individualidades: el desasimiento de las cosas. Ese desinterés
supremo, ese sobreponerse a todo, ese desdén callado y dulce por las
pompas y vanidades mundanas, esa manera suave de mantener a distancia
la grosería ambiente, esa dignidad constante y risueña es lo que
hace que esos tres hombres –sean cuales sean sus ideas- inspiren
una irreprimible simpatía”4.
Sacado
del estante de Filosofía, vuelve a la mesa Sobre
el porvenir de nuestras escuelas, de
Nietzsche.
Un
libro que debería conocer todo profesor o maestro. Y con él, una
vieja edición de la Guía
de pecadores: “Una crítica acerba del mundo, de la sociedad;
crítica –maravillosa de estilo, maravillosa de independencia de
espíritu- en que diríase que se traslucen rasgos y cosas de
España.”5Ya
tenemos la mesa llena de libros. Giner de los Ríos, gracias sean
dadas, está fresco todavía en el recuerdo.
Sin
embargo, Azorín no compara solamente a Fray Luis de Granada con
Nietzsche. En otro artículo, dedicado a Gracián, Azorín, siempre
tan claro, tan nítido, dice que el jesuita debe su actual renombre
al filósofo alemán. Un interlocutor le pregunta si es posible que
Gracián influyera en Nietzsche a través de Schopenhauer.
“No
lo sabemos; probablemente, no; seguramente, no.”6
No
obstante, dice Azorín pocas líneas después: “En
España la aparición de Nietzsche coincidió con el surgimiento a la
vida literaria de la que después se ha llamado “generación de
1898””7.
Y
concluye:
“Estando
en el ambiente las ideas de Nietzsche, estando cargada de Nietzsche
la atmósfera intelectual, el autor de estas líneas acertó a leer
el Oráculo manual, de Baltasar Gracián. Fue aquella lectura una
revelación. El acercamiento de uno y otro pensador se impuso
instantáneamente. Sobre este punto de la piedad, Nietzsche y Gracián
venían a converger. (Convergían porque habían partido o partían
de un mismo terreno: el de los psicólogos y filósofos de Grecia y
Roma). En mayo de 1903 escribimos en El Globo los artículos
titulados: Una conjetura: Nietzsche, español. Es decir, Gracián, el
Nietzsche español propagando ya en el siglo XVII las ideas del
filósofo alemán. Entonces, y en el primero de los dichos escritos,
hacíamos una suposición de que siendo Schopenhauer un ferviente de
Gracián –hasta el punto de haberlo traducido-, y siendo Nietzsche
un apasionado conocedor de Schopenhauer, bien pudo, acaso pudo
rastrear Nietzsche a Gracián. Pura sutilidad –pensamos hoy, hoy
que Coster casi viene a establecer nuestra antigua conjetura... sin
nombrarnos.”8
Conocida
es de sobras la influencia de Nietzsche sobre la generación de 1898:
Baroja, Pérez de Ayala, Unamuno... En Baroja es más que patente en
su novela El
árbol de la ciencia.
Pero Gracián... Gracián y Nietzsche resultan, al menos así, en
frío, difíciles de casar. No obstante, lo dice Azorín, dolido
porque Adolphe Coster llega a sus mismas conclusiones sin citarlo.
Con todas las prevenciones del mundo, pero lo dice. Y eso abre un
interrogante, un gran interrogante que vuelve a la mesa un libro
leído hace tiempo, Oráculo
manual.
Un
buen amigo, especialista en Nietzsche, nos descubrió que el libro
que ha pasado de nuevo a la mesa, Sobre
el porvenir de nuestras escuelas, es
una traducción hecha del italiano. Hay que releer, entonces,
Schopenhauer
como educador, vertida
directamente del alemán por nuestro buen amigo, pues la prosa de
Nietzsche, como la de Azorín, pese a las enormes diferencias, nos
parece un prodigio. Y conocida es de sobras la enorme influencia de
este filósofo sobre nuestra cultura. No hacen falta más razones.
III
MICHEL
DE MONTAIGNE Y FRANCISCO DE QUEVEDO
Ya
está la mesa llena de libros, y todavía no hemos acabado de releer
a Azorín. Ni acabaremos en mucho tiempo: hay muchos libros de él en
el último estante de la biblioteca. Seguimos desempolvándolos y
bajándolos. Azorín no solamente habla de la literatura clásica
española. Habla de las ediciones de los clásicos –se horrorizaría
de las ediciones de ahora, con prólogos neciamente eruditos,
excesivamente largos y pesados, más infinitas absurdas notas a pie
de página. Otros los editan en unas encuadernaciones que se rompen,
dejando las hojas sueltas, apenas se abre el libro.
Hay ediciones que producen verdadera pena y tristeza.
Azorín
habla de Michel de Montaigne. De pie, sobre la silla, se recuerdan
unas viejas páginas de Azorín. Contaba en ellas que le acababan de
llegar los Ensayos.
Los
libros estaban por desbarbar. Azorín, con un cortaplumas, va
separando las hojas. E inmediatamente pone en contacto a Quevedo con
Michel de Montaigne. “Veía
Quevedo en Montaigne no un epicúreo, no un defensor de Epicuro
exclusivamente, sino un adepto y practicante de la doctrina de
Epicteto. Y Quevedo, durante toda su vida fue un admirador de esa
confesión filosófica.”9
Sí,
pero Quevedo vivió en una época de extrema intolerancia. Y a fin de
reivindicar a Epicuro y a Epicteto, recurre a una estratagema
inaudita, capaz de provocar la carcajada no por necia sino por la
sutileza que encierra: según don Francisco, el primer epicureista
fue Job, ni más ni menos: permaneció impasible ante todas las
desgracias que le sucedieron, tal como demandaba Epicuro. Para este
el día más feliz de su vida fue el de su muerte. Reivindicó, pues,
al filósofo griego echando mano de la Biblia. Una verdadera audacia
teniendo en cuenta todos los recelos que despertaba Epicuro en la
Iglesia10.
Pero
hay más: unas lecturas nos llevan a otras. Y tanto Montaigne como
Quevedo están preocupados por la enseñanza. Al igual que Nietzsche.
Dicha preocupación nos lleva a otro libro de don Francisco, que
también se queda sobre la mesa: La
cuna y la sepultura.
Azorín
dedica, igualmente, muchas páginas a don Francisco de Quevedo, a
quien, como hemos visto, pone en relación con Montaigne. ¿Hay que
volver a leer los Ensayos?
En
ese momento comenzamos a asustarnos: el verano ha llegado a su fin.
Las clases van a comenzar de nuevo y la mesa, igual que al principio
de las vacaciones, está llena de trabajo pendiente. ¿Hay que
renunciar, por eso, a la gozosa lectura de Azorín? Apuramos los
últimos días, y, por fin, damos con el libro, con el capitulillo,
donde habla del recuerdo y de la realidad. Buscando ese capítulo,
hemos dado con todos estos libros. Y sí, los Ensayos
de
Montaigne también quedan pendientes de relectura.
Constanza,
La
ilustra fregona, nos
cuenta Azorín, vuelve al mesón del Sevillano veinticinco años
después de haberlo abandonado. Se casó Constanza y se fue a vivir a
Burgos. Tiene dos hijos ya criados, mozos. El uno está en Madrid
pretendiendo un cargo para pasar a América. Ha logrado su deseo. El
marido se halla en la corte. Hace poco le llegó a Constanza una
carta comunicándole el fallecimiento del Sevillano; poco más tarde
falleció su mujer.
Constanza
se pone en camino. Va a Sevilla a despedir a su hijo. Pero antes pasa
por Toledo y visita el antiguo mesón del Sevillano, donde ejercía
de fregona. Nada es como lo recordaba. Ahora a Constanza todo le
parece pequeño, mezquino, miserable. Allí nadie, además, la
recuerda. Una vieja criada, la Argüello, es la anciana medio ciega y
pobre que demanda limosna por las calles y los mesones. No entiende
lo que le preguntan. No sabe quién es Constancica, su antigua
compañera en el Mesón, no sabe nada. Constanza vuelve a Burgos tras
despedir a su hijo. Y los días se suceden monótonos. Concluye
Azorín:
“Si
hemos pasado en nuestra mocedad unos días venturosos en que lo
imprevisto y lo pintoresco nos encantaban, será inútil que queramos
tornarlos a vivir. Del pasado dichoso sólo podemos conservar el
recuerdo; es decir, la fragancia del vaso.”11
La
mesa está llena de libros que apetece volver a leer. Y en lo alto de
la biblioteca quedan muchos libros de Azorín que recuerdan largas y
placenteras horas de lectura. ¿Cómo no leerlos una vez más? ¿Cómo
no dejarse seducir por el maestro Azorín y volver a los clásicos y
a aquel gozo de antaño?
Pero
las vacaciones se han terminado, y hay que regresar a las aulas.
Volveremos
a la mesa de trabajo, pues, en cuanto podamos. A engolfarnos en los
libros que Azorín ha sugerido, y a seguir leyéndolo a él mismo.
Sí, cuando se compra un libro, reivindicaba Schopenhauer, nos tenían
que dar, también, tiempo libre para leerlo. ¿Es eso lo que dice
este filósofo? La memoria a veces, demasiado a menudo, falla. ¿Habla
Schopenhauer del tiempo libre o del tamaño de la letra de los
libros? Dudamos. Como aquel hombre dudó de la plaza donde, de niño,
jugaba con la pelota. No obstante, nos preguntamos, ¿por qué no
volver a aspirar la fragancia del vaso? Releer ciertos libros, como
visitar de nuevo algunos pasajes, siempre es gozoso. Porque
los lugares y los libros que vuelvo a ver me sonríen siempre con
nueva frescura, tal
y como dice Montaigne en sus Ensayos.
1
Azorín, El oasis de los clásicos. Madrid, 1952. Biblioteca
Nueva, p. 96
2
Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Segismunda.
Madrid, 1969. Clásicos Castalia, p. 49
10
Francisco de Quevedo, Defensa de Epicuro contra la común
opinión, Madrid, 2008. Tecnos, y Francisco de Quevedo, La
cuna y la sepultura, Madrid, 2008. Cátedra. Véase en especial
las ps. 68-69
11
Azorín Con Cervantes, Madrid, 1968. Espasa-Calpe, p. 29