A finales de verano del
2010, y tras el consabido viaje de todos los años, quedé para cenar
con un viejo amigo. Hartos de los bares y restaurantes de la ciudad,
atiborrados de gente, que habla deseando ser oída por todo el mundo,
nos fuimos con su coche en busca de un retirado restaurante de la
Sierra de Espadán. Fuimos los únicos comensales en dicho
restaurante. Y tanto la comida como el lugar no dejaron nada que
desear.
A los pocos minutos de
sentarnos a la mesa, se desató una terrible tormenta, con mucho
aparato eléctrico y no poca agua. Abrimos las ventanas del comedor,
y pudimos saciarnos de todos los perfumes de la tierra y de los pinos
de la Sierra.
Le conté a mi amigo,
entre bocado y bocado, que había estado ese verano, por segunda vez,
en León. La primera vez que estuve fue allá por el año de 1982,
cuando todavía éramos jóvenes, y cuando fue año compostelano.
Salí de Valencia con la bicicleta dispuesto a ir y volver en un mes.
Me pasaba el día pedaleando. Y cuando dejaba de hacerlo era para
meterme en cualquier supermercado a comprar pan, fruta, mucha fruta,
leche y fiambres. Luego, pedaleando por montes y valles, disfrutaba
de todos los ríos y paisajes.
Al llegar a Nájera fui
a visitar el monasterio de Santa María la Real. Allí conocí a dos
chicos que también estaban haciendo el Camino: uno iba en bicicleta,
por una promesa; y el otro, en moto, le servía de apoyo logístico.
Visitamos el monasterio, guiados por un campechano franciscano, y nos
despedimos: ellos se iban a Burgos, y yo quería acercarme a Berceo y
a san Millán de la Cogolla.
Nos encontramos al día
siguiente en Burgos poco antes de la hora de la comida. Recuerdo que
nos fuimos a orillas del río, y, bajo una agradable sombra, comimos
compartiendo lo que teníamos, que no era poco. A mitad de comida me
invitaron a hacer el resto del Camino con ellos. Acepté. Aquella
noche, además, cenaríamos con un amigo de ellos, burgalés de pro,
que nos invitaba a los tres.
Yo, yendo solo, estaba
acostumbrado a cenar pronto, a meterme pronto en el saco de dormir, y
a contemplar las estrellas en espera del reparador sueño. Aquella
noche, en Burgos, hubo que esperar a la novia del amigo, que tardó
mucho en llegar. Cuando comenzamos a cenar, chorizos y huevos fritos
con patatas, yo estaba más que desmayado, pasado de hambre. La cena
me sentó como un tiro, y al día siguiente me las vi y me las deseé
para poder sentarme en el sillín de la bicicleta. Cada poco tiempo,
además, debía bajar de la bici y buscar un sitio apartado con toda
la urgencia del mundo. Lo pasé tan mal que a punto estuve de
facturar la bicicleta y volverme a Valencia. No obstante, como podía,
más muerto que vivo, seguía pedaleando. Y allá donde me dejaban,
campo, bar o banco de un paseo, me dormía profundamente.
No tomé nada sólido
en varios días. No podía: me daban arcadas. Me alimentaba de
yogures y de agua. Y al llegar a Mansilla de las Mulas, dormimos en
un polideportivo, tuve un ataque de hipo de más de media hora de
duración. Fue horrible. El pecho me dolía enormemente, y no podía
ni dormir ni descansar. Pensé que allí finaban mis días.
Todavía no sé cómo
llegamos a León. Yo estaba en el límite de mis fuerzas. El chico de
la moto vivía en dicha ciudad. Nos fuimos a su casa, donde me dejó
una cama. Pasé día y medio durmiendo, y no dormí más porque
teníamos que irnos. Antes, no obstante, un empleado de sus padres
nos invitó a comer a los tres en casa de Luisón.
Luisón era un hombre
campechano. Nada más verme me preguntó si sabía dónde está la
catedral de León. Estaba enfrente de mí.
-Ahí -dije señalando
con la barbilla.
-No -respondió él-.
La catedral de León está frente al bar de Luisón. No tiene
pérdida.
En una mesa redonda, a
la cual nos sentamos, puso un plato con jamón y queso. Se me hizo la
boca agua. Llevaba varios días sin comer nada sólido. Pero apenas
alargué la mano para hacerme con una loncha de aquello que fue más
efectivo con los judíos que la Santa Inquisición, cuando me volvió
el hipo. Todavía me dolía el pecho de la noche de Mansilla. Me
asusté mucho. Llamaron a Luisón. Este me ordenó que, sin
levantarme, extendiera el brazo derecho. Me lo dijo de forma
perentoria, sin discusión posible. Una vez lo tuve extendido,
comenzó a subirme la manga del chándal. Con voz sonora y firme me
dijo que cuando llegara a la altura del codo, se me habría pasado el
hipo. Así fue. Me dio una sonora palmada en la espalda para
celebrarlo, y pude comer jamón, queso, una excelente sopa
castellana, y hasta beber vino y tomar café. ¡Volví a la vida! Y
además frente a la catedral de León que, como es sabido, está al
lado de casa de Luisón. No hay pérdida.
Volví por León al
cabo de veintinueve años. En vano busqué el piso donde había
dormido y me había recuperado. Y me costó muchísimo dar con la
casa de Luisón. Alrededor de la catedral todo son bares y
restaurantes que yo no recordaba. Fui a la oficina de Turismo
pensando que Luisón habría transformado su vieja casa. Pero no,
seguía existiendo. Y cuando entré el mundo se me vino encima:
aquello que estaba viendo nada tenía que ver con lo que yo
recordaba. No obstante, aun estaba la mesa redonda donde comimos.
Pero no estaba Luisón. Había un hombre de media edad, que atendía
a los pocos comensales que éramos allí. Me pareció entender que
era el hijo de Luisón.
Me dio una vergüenza
terrible presentarme a él, preguntarle por su padre, y contarle la
vieja anécdota. Imaginé que aquello no tendría ningún interés
para nadie, salvo para mí. No me hice el ánimo y callé. Me fui con
el alma encogida: la comida que tan bien me sentó, el ambiente de
alegría y camaradería, el entorno que yo recordaba, la contagiosa
alegría de Luisón, nada tenía que ver con aquello que tenía ahora
ante mis ojos, mediocre y un poco pobre, venido a menos. Salí,
triste y cabizbajo, apabullado.
Apenas le conté la
anécdota a mi amigo, tras la tormenta en la Sierra de Espadán,
cuando este me habló de Azorín.
-Él tiene -me dijo-
una maravilla de articulito que habla sobre esto, sobre la diferencia
entre el recuerdo y la realidad. Se titula “La fragancia del vaso”.
Seguimos hablando de
viejos recuerdos, alargamos un poco la cena, y cuando salimos, la
tormenta nos volvió a recibir con los brazos abiertos. Fue una noche
muy agradable.
A la mañana siguiente,
obsesionado con lo que me sucediera en León, busqué entre los
libros de Azorín el artículo del que me hablara mi amigo. Los
libros de Azorín están en un estante bastante alto de mi
biblioteca. Subido a una silla estuve desempolvando libros y buscando
en todos los índices. Al final di con él. Y allí mismo, de pie,
sobre la silla, como si fuera a ahorcarme, me puse a leerlo. Me
concentré tanto en la lectura que casi lo terminé estando de pie.
Me senté al cabo de un tiempo, y lo leí y releí infinidad de
veces. Sí, mi amigo tenía razón: el artículo “La fragancia del
vaso” es una maravilla.
Y otra vez más, como
hacía muchos años, me sentí hechizado por la prosa de Azorín.
Dejé los proyectos que me llevaba entre manos y me dediqué a Azorín
en cuerpo y alma. Releí todos los libros que tenía de él, más
unos cuantos que pude conseguir. Luego me imaginé que lo había
conocido, que éramos amigos y que salíamos a pasear todas las
mañanas. Fueron unos momentos deliciosos los que pasé junto al
maestro hablando con él de literatura, de libros, de esto, de
aquello y de lo de más allá. A veces, entre recuerdos, amigos y
cenas, vale la pena vivir o haber vivido. Siempre queda una cierta
fragancia.