Había
llegado el mes de mayo. La nieve de las montañas se estaba
fundiendo. La naturaleza parecía despertar de un largo letargo. El
aire era fresco y sereno, nítido; el tiempo, excelente; los días
claros y soleados, alegres. El resurgir de las flores y de las
plantas, de pájaros e insectos, más el murmullo del agua, de ríos
y fuentes, invitaba a vivir; todo era un cántico a la vida.
De
joven me parecía una contradicción que también en primavera
existiera la muerte, o la desazón y las malas noticias. Pero la vida
jamás se interrumpe, al menos hasta ahora. Y para mí había llegado
el momento de partir, de dejar atrás aquella parte, una más, de mi
vida. Tenía que marcharme; y no sabía si, algún día, más o menos
lejano, volvería a pasear y a dialogar con Azorín. Ambos nos
esforzamos porque la despedida no fuera triste; no tenía porqué
serlo.
-Todo
en esta vida se termina y concluye –me dijo el maestro tras el
saludo de rigor.
-Sí,
por supuesto –le respondí-, aunque a veces, por mucho que nos lo
repitamos, cuesta aceptarlo.
-Somos
animales de costumbres, querido amigo. Y a lo primero que nos
deberíamos acostumbrar es que no hay nada eterno bajo el sol.
-Séneca
debería volver a las escuelas, ¿no cree? No estaría de más
enseñar a la juventud los principios del estoicismo.
-Si
se refiere usted al principio de tomar todo cuanto hay en la vida
como un préstamo, como algo que se tiene que devolver a su dueño
porque no nos pertenece, estoy de acuerdo con usted.
-Sí,
a eso me refiero. Y a ver, siempre, por difícil que resulte, el lado
positivo de la vida: no llorar por lo que ya no se posee, o se va a
abandonar, sino dar las gracias por el tiempo que se disfrutó de
ello.
-¿No
le parece, mi buen amigo, que predicar eso en la sociedad del
bienestar es perder el tiempo?
-Tal
vez. Pero la sociedad del bienestar tampoco es eterna; ni la vida. Y
actualmente se vive de espaldas a la muerte; y tal vez a la misma
vida.
-No
es una buena filosofía, desde luego.
-Sí,
creo que en las escuelas se debería enseñar filosofía; pero una
filosofía viva, práctica, al igual que se debería estudiar
historia.
-Es
fundamental el conocimiento de la historia y de la geografía si
queremos comprendernos a nosotros mismos.
-No
obstante, la historia, al menos la historia de España, no produce
más que tristeza y desazón.
-¡Hombre!
También tuvo sus momentos de gloria... Y aunque no fuera así, no
por eso vamos a ignorarla.
-No,
claro que no. Estos días he terminado un libro de historia, sobre la
España del siglo XIX, que no ha hecho más que sumirme en una negra
y profunda tristeza. Creo que incluso he bordeado la depresión
estudiando el tal libro.
-No
hay que tomarse las cosas tan a pecho. Piense que no puede variar el
pasado. Ahora bien, si lo que sucede es que ese pasado se parece
mucho al presente, la cosa puede ser seria, muy seria.
-Pues
algo así me ha sucedido, Azorín. No he hecho más que acordarme de
aquella frase, creo que de Unamuno, dicha a una dama: “por usted,
como por España, no pasan los años.” Cito de memoria. Y me
atrevería a enmendar siglos por años.
-¿Y
cómo ha sido ese interés por la España del siglo XIX? Me interesan
los vericuetos que recorre usted.
-Gracias
por su interés. En todo este tiempo que he estado con usted he
procurado ser un buen discípulo: no ha nombrado libro usted que yo
no haya leído enseguida.
-Sí,
lo he observado. Ha sido usted el alumno ideal.
-Gracias.
Cuando habló usted de la nueva novela, de Benjamín Jarnés, Antonio
Espina, Mario Verdaguer... yo me puse a leerlos enseguida. A Jarnés
lo leí en mi lejana juventud. Tengo libros de él por casa.
-¿Y
lo ha vuelto a releer ahora?
-Sí.
Y me ha sucedido lo mismo que me sucedió hace años: me gusta más
como biógrafo que como novelista.
-Está
usted poniendo el dedo en la llaga: el fallo, si se puede hablar así,
de aquella nueva novela fue, precisamente, la falta de vida en sus
páginas. Cosa de la que adolecen esas novelas, como ya viera el
propio Ortega, que era su impulsor.
-Sí,
se convirtió la novela de aquellos años en lo que, según usted, es
el teatro del siglo de oro español: juegos y malabarismos y ausencia
de caracteres.
-Sigo
pensando lo mismo sobre dicho teatro. Tenga en cuenta que en tanto
Molière, con sus ácidas comedias, se juega su carrera, y su
libertad, aquí no hay crítica de las costumbres, sino mozas que
persiguen a los galanes vestidas de mozos. Travestismo de todo género
y clase. Juegos y más juegos. Artificio.
-Sí,
es cierto. Pero también tenemos Fuenteovejuna,
El alcalde de Zalamea, Allá van leyes do quieren reyes, El burlador
de Sevilla...
Tal vez lo que han faltado han sido buenos directores de escena que
potenciaran lo que no se podía decir de forma muy explícita. Ahora
bien, tiene usted razón: predomina el teatro como juego, como
artificio literario. Y eso mismo se puede aplicar a la nueva novela.
Y encima el juego es un juego deslavazado y que no entretiene mucho
por cuanto se reconoce el artificio.
-¿La
falta de caracteres? Ya se percató de ello Ortega y Gasset. De ahí
que quisiera publicar toda una serie de biografías: era la excusa
perfecta para hacer armas, para crear un carácter, para obligar a
aquellos jóvenes, los nuevos novelistas, a poner en pie algo de
carne y hueso. Con la biografía ya tenían el personaje creado.
-No
sé si Jarnés escribió sus biografías con la mira puesta en las
intenciones de Ortega; pero, desde luego, me parecen modélicas las
dos biografías que tenía por casa: Sor
Patrocinio, la monja de las llagas, y
Zumalacárregui.
Y estos libros, precisamente, me llevaron a estudiar la historia de
España que menos conocía, la del siglo XIX.
-¿No
ha leído nada más de aquella nueva novelística?
-Sí,
algunas de las obras de Jarnés, y la dilatada novela de Mauricio
Bacarisse, Los
terribles amores de Agliberto y Celedonia. Para
terminarla he tenido que echar mano de toda mi paciencia, que es
mucha. A punto estuvo de agotarse, no obstante.
-Fue
un intento por renovar la novelística; un intento tal vez frustrado;
pero un intento, al fin y al cabo, por abrir nuevas vías...
-Creo
que el error estuvo en intentar hacer arte, escribir novelas en este
caso, ciñéndose a unas reglas dadas de antemano.
-Sí,
tal vez tenga usted razón: había un clamor general, permítame la
hipérbole, en contra del realismo. Claro, tampoco determinamos en
contra de qué realismo estábamos. Porque ni se puede hablar de la
novela en sentido general, ni el realismo es el mismo en manos de
Balzac que de Stendhal. Aunque ambos tengan puntos de contacto.
-Tiene
usted razón: hay una diferencia abismal entre el realismo de Balzac
y el del Pérez Galdós de los Episodios
nacionales.
-Sí,
porque a veces Galdós hasta puede pasar por un escritor idealista.
¿No se lo parece a usted el protagonista de la primera serie de los
Episodios,
Gabriel Araceli?
-Tal
vez. No lo sé. He hecho el experimento de leer, al mismo tiempo, un
libro de historia, Historia
de España, la época del liberalismo, del
profesor Josep Fontana, y parte de los Episodios
nacionales, de
don Benito.
-¿Y
qué tal ha ido? No está nada mal eso de mezclar la historia con la
literatura.
-Me
he percatado, una vez más, de cuán imperfecto es el hombre: yo
quisiera que novela, historia, informe, leyes, códigos, dimes y
diretes, sonaran en mi cabeza todos al mismo tiempo, como en una
ópera puedo oír a la orquesta, al bajo, al tenor y a la soprano a
la vez.
-¡Ah,
las limitaciones humanas! Son terribles, pero es lo que tenemos. Y,
desde luego, pueden no sonarle todas las cosas al mismo tiempo; pero
también goza usted de memoria, mi buen amigo; y puede, en
consecuencia, atar cabos, unir, cortar, separar. Tal como si
estuviera en la sala de montaje de una película.
-Lo
cual nos lleva a plantearnos, una vez más, si existe la realidad, o
si esta no es más que una creación propia de cada época.
-Siempre
hay un asidero, algo real, demasiado real tal vez, de lo que partimos
o a lo que nos aferramos.
-Es
radicalmente distinta la visión que tiene Jarnés de sor Patrocinio,
de la que tiene el profesor Fontana. Para este, la monja de las
llagas fue una embaucadora, un personaje inquietante y oscuro, que
estuvo en contacto con lo más oscuro y negro de la corte, el marido
de Isabel II, si es que en aquella corte de los milagros hubo algo
claro y honesto. Personalmente semejante corte me da asco.
-Comprendo
lo que quiere decir; pero tenga en cuenta que Jarnés hace una
biografía, y se siente atraído por su personaje; en caso contrario
es imposible escribirla. No tiene más que repasar la biografía que
escribió sobre Stefan Zweig. El historiador, por el contrario, lanza
una mirada fría, tal vez más desapasionada, sobre los personajes.
-E
incompleta. En tanto leía el libro del profesor Fontana, no me podía
quitar de la cabeza a la sor Patrocinio de Jarnés...
-Sí,
pero tal vez el mejor embaucador sea aquel que no sabe que está
mintiendo. A veces la monja de las llagas me ha producido una cierta
pena.
-¿Y
usted cree que sor Patrocinio era ingenua hasta tal punto? Tal vez a
ella la engañaron; pero creo que también ella se aprovechó de las
circunstancias. ¿O estoy mezclando ya a dos Patrocinios diferentes?
-Que
tal vez sean la misma.
-Esto
de envejecer es un rollo, como dicen los jóvenes.
-¿A
qué se refiere? ¿No estará usted enfermo?
-No,
no; me refiero a que, antes, de joven, con dos esquematismos,
reaccionario o progresista, quedaba todo claro... luego comienzan las
matizaciones y no se ve sino turbio, cuando se ve algo.
-No
sabe a qué carta quedarse con sor Patrocinio y sus llagas...
-Por
las pruebas periciales que presenta Jarnés, y que se llevaron al
juicio, fue todo una farsa. Y sor Patrocinio, según Jarnés, una
víctima.
-Pero
no fue una víctima inocente, ¿o sí? Se movió en unos círculos
corruptos, con los que trabajó, y a los que apoyó. Ni más ni menos
que tuvo contactos con el rey impotente, Francisco de Asís, y con la
reina, Isabel II, facedora de bastardos y de una honestidad tal que
hasta el Papa Pío IX premió su virtud. ¿Ceguera o intereses
turbios del Vaticano contrario a que se reconociera el estado
italiano? Contó con el apoyo de Isabel II, claro.
-¡Cómo
cambian los tiempos, Azorín! En la Edad Media hubieran prohibido que
Alfonso XII reinara por cuanto era hijo bastardo... Ahora convenía
hacer la vista gorda. Y la hicieron.
-Los
liberales tenían un miedo terrible al pueblo.
-Y
los republicanos, y los demócratas, y la Iglesia. ¿Sabe? Siempre he
oído, hasta la saciedad, aquello de que el esperpento lo inventó
Goya, y que el esperpento es meter a los héroes clásicos en la
calle del gato: la estética sistemáticamente deformada... pero yo
creo que el esperpento lo inventaron Isabel II, Francisco de Asís,
su paciente marido, sor Patrocinio, y todos los gobiernos de aquellos
gloriosos años.
-Pero
no olvide que los primeros atisbos ya los tenemos en la corte de
Carlos IV.
-Francisco
de Asís ya se miraba en ella: exigía de los amantes de la reina, su
esposa del alma, el mismo respeto que Godoy, amante de la reina, le
tenía a Carlos IV... Sí, creo que Galdós, cuando escribe la
conjura del Escorial, en En
la corte de Carlos IV, ya
roza lo esperpéntico.
-¿En
serio? Yo creo que usted exagera un poco, querido amigo.
-Sí,
es posible; quizás tenga usted razón. Pero volviendo a la nueva
novelística, y al cine español actual, ¿no le parece a usted una
necedad desaprovechar toda la historia que tenemos y lanzarse a
contar las insulseces que nos cuenta el cine español de ahora? Estas
insulseces se llevaron al grado máximo en aquel horrible libro, me
niego a llamarlo novela, en el que se cuenta, a lo largo de ciento
cincuenta páginas, cómo un gusano trepa por una pared. Hijo, sin
duda, de A
contrapelo, de
Joris-Karl Huysmans y de Oblámov,
la
soporífera novela de Goncharov.
-Es
decir, que usted es partidario de la novela que cuenta cosas, de la
novela con historia.
-Yo,
Azorín, creo que no soy partidario de nada. Pero entre las novelas
de la generación de Jarnés y las de Galdós, me quedo con las de
este último. Sin duda de ningún género. Y por mucho que ellos
renegaran de Galdós.
-Tal
vez el error estuvo en suponer que Galdós, realista, y al que
deseaban superar, imitaba a la vida. Y nada más artificioso, por
ejemplo, que En
la corte de Carlos IV. No
lo supieron ver.
Entonces
como aquellas novelas tenían planteamiento, nudo y desenlace, hubo
que descabezarlas, presentar la vida de una forma discontinua. Y no
se tuvo en cuenta que una cosa es la vida y otra muy diferente el
arte.
-Creo
que lo ha resumido usted perfectamente. Sin olvidar que leyendo los
Episodios
se
tiene la impresión, tal vez falsa si quiere usted, de estar metido
en un fragmento de la historia. Me explico de otra forma. ¿Sabe? Hay
una cosa que me ha llamado la atención: en todos los Episodios,
cuarenta
y seis novelas que cuentan la batalla de Trafalgar, la Guerra de la
Independencia, la Década Ominosa, las guerras carlistas, etc, etc,
con soldados, populacho, prostitutas, intrigantes, etc, etc., sólo
hay un taco, uno solo “cojondrios”. ¿No es curioso esto en un
escritor realista y más describiendo los ambientes que describe?...
Y sin embargo, en todos ellos palpita la vida, bulle... Leyendo las
otras obras de la nueva novelística no se consigue sino bostezar
hasta el lagrimeo, y la desesperación.
-Y
lo último que se debe hacer es aburrir al lector.
-Cosa
harto difícil de lograr. Pues ni todos los tiempos son unos, ni todo
lector tiene los mismos intereses. Y por eso mismo también me
gustaría decirle que no desdeño, por ejemplo, el teatro poético de
García Lorca, o La
cabeza del dragón, de
Valle-Inclán... Ahora, eso sí: es muy difícil salir con bien de
semejantes berenjenales.
-Todo
en esta vida es difícil, querido amigo.
-Sí,
tiene usted razón: hay veces en la que todo es muy difícil,
muchísimo. Si piensa en todos los artificios que utiliza don Benito
en los Episodios...
No obstante, qué bien trazados están. Don Benito parece no tener
límites a la hora de fabular, contar historias y cruzarlas.
-Lo
veo a usted entusiasmado.
-Mucho.
Me gustaría seguir vivo hasta poder terminarme, de nuevo, todos los
Episodios.
-No
se preocupe, querido amigo. Esperemos que pueda acabarlos. ¿Y
volverá usted por aquí algún día?
-Confiemos
en que sí. Me gustaría seguir hablando con usted. Pero la vida es
tan limitada...
-¡Mucho,
querido amigo, mucho!
-Estos
días, con el libro del profesor Fontana entre las manos, he pensado
que si fuera joven, me gustaría estudiar Historias... el otro día,
traduciendo una frase del latín, me propuse volver a la universidad
y hacer Clásicas...
-La
vida es una continua selección.
-Sí,
y esas cosas que vamos seleccionando, o rechazando, llegan a formar
parte de nosotros mismos, a conformar nuestra forma de ser y de
pensar... Hay algo en todo esto, por lo tanto, que siempre perdurará
en mí, y por lo que le estaré eternamente agradecido.
-Ha
sido usted un buen interlocutor.
-¡Azorín,
Azorín! Recuerde lo que dijo usted: Una
de las artes más difíciles es saber escuchar. Cuesta mucho hablar
bien; pero cuesta tanto el escuchar con discreción.
-¿Dije
yo eso?
-Sí,
en El
político. Uno
de sus tantos libros que debería ser de lectura obligatoria.
-No
obligue a nadie a nada. No vale la pena. Y vuelva usted de vez en
cuando. Vuelva. Será un placer escucharlo de nuevo.