Ya que teníamos que
pasar por la muy noble y coronada villa de Madrid, camino de uno de
nuestros destinos veraniegos, no quisimos desaprovechar la
oportunidad: si llegábamos a buena hora, visitaríamos el Museo del
Romanticismo, y comeríamos en algún bar de la zona. Llegamos con
tiempo suficiente, y pudimos visitar el Museo. Era domingo y había
bastante gente, cámara en ristre, cómo no.
Me
llamó la atención, nada más entrar en el Museo y encararme con un
óleo de Isabel II, lo mal ubicados e iluminados que están los
cuadros: unos excesivamente altos, otros hay que verlos al bies para
evitar los reflejos, y casi todos en posición bastante incómoda.
Imagino que el problema del Museo es la falta de espacio o la sobra
de material, pues colocar un cuadro cerca del techo es invalidarlo.
Aun así, y pese a todo, pudimos disfrutar viendo a todos aquellos
personajillos que forman parte de nuestra historia: a Isabel II, a su
impresentable marido, Francisco de Asís, o al padre de Isabel,
Fernando VII, rey de triste y fúnebre memoria. No falta el cuadro de
Bécquer en su lecho de muerte, o varias acuarelas de su hermano
Valeriano. Ni las conocidas sátiras en contra del suicidio
romántico. Lo más divertido, creo, que se escribió contra aquella
moda fue el artículo de Mesonero Romanos, El
romanticismo y los románticos.
Moviéndonos
por las salas del Museo, excesivamente abarrotado, volví a
percatarme, una vez más, de la vacuidad de los tópicos: no es
cierto que una imagen valga más que mil palabras, pues al ver
aquellos cuadros muchos de ellos tomaron vida, o tuvieron sentido,
porque tras ellos estaban mis lecturas de los Episodios
nacionales, de
don Benito Pérez Galdós, o de libros sobre la Historia de España.
Esos recuerdos de lecturas, y conocimientos, animaron a aquellas
pinturas que tan poco me dijeron la primera vez que las vi.
Tal vez sea posible,
como decía don Miguel de Unamuno, que el racismo se cure viajando,
como también es posible que se cure esa enfermedad relativamente
nueva, aunque ya existiera en la Alta Edad Media, el espíritu de
campanario o el nacionalismo, visitando otros lugares y ámbitos. En
el Museo estaban representadas buena parte de las frustraciones del
país, algo que no es para enorgullecerse: una reina desgraciada,
utilizada por unos y otros, casada con un señor que la noche de
bodas llevaba más puntillas en su camisón que había en el de la
propia reina. Un rey, Fernando VII, empeñado en vivir en el pasado,
y toda una corte de intrigantes y malas personas que todavía hoy, al
cabo de tantos años, su sola visión produce verdadero dolor. El
siglo XIX español fue un siglo de una inusitada violencia: guerra de
Independencia, represión de Fernando VII, Década Ominosa, asesinato
de frailes, atentados, ejecuciones sumarias, y guerras carlistas.
Tuvimos de todo, menos paz, progreso y tranquilidad.
En
el Museo del Romanticismo resulta imprescindible haber leído al
autor que más ataca al romanticismo: Benito Pérez Galdós y sus
Episodios
nacionales.
Los intentos de vuelta
atrás, como deseaba el rey Felón cuando volvió a ocupar el trono,
siempre son peligrosos, y siempre terminan mal. Fernando VII debería
haber viajado, pero debería haberlo hecho solo, sin pajes ni ayudas
de cámara, y observando lo que iba apareciendo a su alrededor.
Viajar es todo un arte. Y para hacerlo hay que saber mirar, ver,
contemplar y escuchar, y no la televisión o la radio cuando se va
con el coche de un lugar a otro. Hay que potenciar la imaginación y
hay que saber ponerse en el lugar del otro, aunque sea durante unas
décimas de segundo. De lo contrario no vale la pena moverse de casa.
A las pocas horas de
haber salido del Museo del Romanticismo estábamos paseando por un
pueblecito tranquilo y encantador, a escasos cien kilómetros de
Madrid, pero sin bullicio ni gente. Es un pueblecito que no tiene
nada especial, salvo que lo han reconstruido con buen gusto, y lo han
hecho muy confortable. Los alrededores de dicho pueblo, La Hiruela,
son una verdadera maravilla.
Los
caminos para visitar esos alrededores arrancan casi del centro del
pueblo. Dichos caminos no tienen desperdicio: se puede caminar por
ellos, durante largo tiempo, cubierto por la sombra de enormes robles
y castaños. Los caminos, sumidos en un maravilloso silencio, llevan
al molino harinero, a la carbonera, al colmenar y al lavadero.
Visitando estos lugares todavía se puede apreciar el enorme trabajo
que realizaban nuestros antepasados. Surgen recuerdos de las
Bucólicas
y
de la bella película de Montxo Armendáriz, Tasio.
Y surge la inevitable
añoranza junto con el desesperado intento por salir de esta crisis
que arrastramos. Pero no, no hay que equivocarse: aquellas formas de
vida, molinero, carbonero, colmenero... están periclitadas; y
difícilmente se podrán recuperar a no ser que volvamos a comenzar
de nuevo. No es lo mismo apretar un botón y dejar que haga la faena
una lavadora que caminar durante quince o veinte minutos en busca del
lavadero, y lavar a mano, sea verano o invierno.
-Antes -nos dijeron
unos vecinos con los que coincidimos de regreso al pueblo- todo esto
eran huertas cuidadas como esa -y señalaron un pedazo de tierra
trabajado-. Pero ahora todo está descuidado y abandonado.
Sí, muchas personas
nos hemos ido de los pueblos. Y a muchos nos queda un retazo de
añoranza. Pero es una añoranza engañosa: tal vez algunos vuelvan a
su viejo pueblo, pero lo hacen para descansar, para morir, con los
hijos ya criados y educados, y realizando algún trabajo en la
ciudad.
-Ahora si lo cosa sigue
así -nos dice uno de nuestros acompañantes con sonrisa de
incredulidad- igual vuelven todos. Aquí, por lo menos, algunos
tienen tierras y las pueden trabajar.
Eso
supondría, pensé yo, volver a la economía de subsistencia, fórmula
que no está mal si uno no tiene hijos. Y vuelve a surgir el recuerdo
de Tasio,
del
carbonero que pasa la vida solo, sin salir de su pueblo. Su hija, sin
embargo, se va a la ciudad, como nos hemos ido yendo todos.
Paseando por aquellos
caminos, la memoria nos trae el recuerdo de algunos cuadros del Museo
del Romanticismo. El lujo de los reyes y los nobles aparece agrandado
por la distancia. Aquí, en La Hiruela, no tendrían cabida esas
cosas en el siglo XIX, ni tampoco en el XX.
-¿Y cómo hemos
llegado a esta situación de bancarrota? -nos pregunta uno de los
vecinos.
-No lo sé -respondí
con pocas ganas de hablar. Y se me ocurrió, al mismo tiempo, una
idea que, luego, deseché: fundar un Museo de la Corrupción. Si el
del Romanticismo se les ha quedado pequeño, en el otro, poniendo
fotografías y cuadros, eventos y estafas, concesiones y contratos,
no tendríamos suficiente ni con cuatro espacios como el del Museo
del Prado.
Me entró una tristeza
tan profunda, tan enorme que, una vez más, volví a admirar a los
griegos por la creación de sus mitos. Cuando no se puede nada contra
las circunstancias, para que estas nada puedan contra uno, no queda
sino el olvido. El río Leteo.
-Porque la corrupción
-como nos dijo otro interlocutor durante este viaje- no ha
desaparecido. Está, como mucho, agazapada. Pero volverá, y lo hará,
con toda seguridad, con más fuerza, con renovado vigor.
Y vuelve a la mente el
óleo de Isabel II, el recuerdo de su madre María Cristina y de su
morganático marido Agustín Muñoz. Entre ambos esquilmaron el país,
y no se lo llevaron en la maleta porque no les cabía. Eso sí, la
reina Isabel II, como es sabido, tuvo el rasgo de regalarle a España
lo que era de España. A veces parece que por esta, como decía don
Miguel de Unamuno, no pasan los años, ni los siglos.
Hay,
sin embargo, una notable diferencia, vuelve el recuerdo de Bécquer
en su lecho de muerte, entre la forma de vida de las chicas de Añón,
descrita en Desde
mi celda, y
la de ahora. Y la bruja de Trasmoz se ha convertido, en el pueblo, en
una tienda tan fea como antipática y carente de sentido. Son más
bellas, muchísmo más, las colmenas de La Hiruela, la carbonera y
sus maravillosos caminos. Al dejarlos, con pena, hicimos la promesa
de volver. Y a ser posible en invierno.