Hubo una época en Italia, allá por la mitad del S.XX, en la que sus gentes no tenían más remedio que agolparse para conseguir agua potable o un mísero trabajo con el que poder hacer frente a un país en ruinas, devastado por la Segunda Guerra Mundial. Son aspectos subyacentes de la extraordinaria Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), de ahí que el valor documental de una película convertida en el máximo exponente del neorrealismo italiano sea incontestable. Basada en la novela homónima de Luigi Bartolini de 1945 y reflejando con toda su crudeza la pobreza latente en la posguerra italiana y la agudizada crisis social -con especial atención a la ausencia de valores- de un país arrasado y con pocas perspectivas de desarrollo, de Sica desgrana la historia de Antonio Ricci (Lamberto Maggiorani), un padre de familia al que el Estado le facilita un trabajo de fijador de carteles con la única condición de que posea una bicicleta; pero Antonio, que no dispone de este medio de transporte, se verá obligado a empeñar objetos personales para comprar una. Un día, mientras desempeña su trabajo, un ladrón se la robará. Será entonces cuando el protagonista, en compañía siempre de Bruno (Enzo Staiola, escogido por el director por su característica forma de andar), su fiel hijo, se muestre dispuesto a recorrer Roma entera si es necesario para encontrarla.