Es un hecho incontestable que el argumento de Romeo y Julieta, de William Shakespearer, dos jóvenes amantes de diferentes clases sociales abocados a un trágico destino, ha servido de inspiración a multitud de películas. Robert Wise no fue ajeno a esta práctica y, antes de que dirigiese ese musical que ha quedado para la posterioridad llamado Sonrisas y lágrimas (1965), fue responsable de otro de los grandes títulos del género: West Side Story (1961), con el que consiguió no sólo uno de los hitos más destacados del cine al conseguir 10 de los 11 Oscar a los que estaba nominada (destacando Mejor Película y Director), sino una de las más notables revisiones de la historia de amor clásica del escritor británico. Adaptación moderna y atípica de la historia de los Capuleto y Montesco, estamos ante una producción adelantada a su tiempo de ambiente típicamente neoyorkino que utiliza como excusa el romance entre dos jóvenes pertenecientes a bandas rivales, María (Natalie Wood) y Tony (Richard Beymer, un papel que estuvo a punto de ser interpretado por Elvis Presley) y hasta los propios números musicales para ofrecernos un relato donde se habla de temas tan variopintos como la rivalidad entre ambas callejeras , la rebelión de los jóvenes marginales y de familias desestructuradas en plena década de los 50, las continuas digresiones sociales –racismo y lucha contra la autoridad incluida- o los problemas a los que tenían que hacer frente los inmigrantes. Aspectos temáticos, todos, que estaban a la orden del día en la época en la que se desarrolla la película y que evocan a títulos como Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955) o Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955).La acción nos sitúa en las calles del West Side, un barrio marginal, deprimente y recóndito de Nueva York que se convertirá en el escenario donde dos bandas callejeras enemigas, los tiburones -puertorriqueños exiliados- y los jets -americanos con origen irlandés-, librarán todo tipo de enfrentamientos. Espectáculo vivaz y dinámico, sin apenas un minuto de respiro, el turbio clima que se respira de principio a fin no hace sino presagiar un fatal desenlace, lo que no quita para que la obra se entienda como un canto a la esperanza y a la fuerza de lo que significa enamorarse, gracias a canciones como Tonight o María. Así, tras esa especie de prólogo de media hora de duración -eminentemente masculino- en el que ya es palpable esa espiral de odio y violencia que se mantendrá a lo largo de la cinta, se presenta el amor como una enérgica fuerza capaz de derribar cualquier prejuicio social y étnico, mientras que el odio emerge como la herramienta más cruel para matar a una persona, más incluso que las armas de fuego. Son algunas de las lecturas morales de una película en donde hasta los propios números musicales, insertados con toda naturalidad, gozan de una gran función narrativa. Leonard Bernstein, que junto al coreógrafo Jerome Robbins conformó uno de los tándem artísticos más influyentes del S.XX –ambos habían trabajado previamente en la adaptación teatral de la novela-, fue el responsable de estas 14 canciones que se revelaron tremendamente innovadoras gracias a los diversos estilos que abarcaban: baladas, ritmos latinos, jazz… . De entre todas ellas, además de “I feel pretty”, sobresale la ácida y divertida “América”, ocasión donde el director aprovecha para ofrecer una estampa de la triste realidad de los emigrantes en Estados Unidos, un territorio no tan glorioso como creían. Anita (Rita Moreno, galardonada con el Oscar a la Mejor Actriz Secundaria), integrante de la banda de los puertorriqueños ofrece, gozosa y optimista, todo un recital de baile de una letra, no obstante, amarga, donde queda bien reflejada que, en la práctica, la libertad de la que pretendían disfrutar los exiliados era tan sólo un espejismo. Si a ello le sumamos que la integración social era toda una quimera, obtenemos como resultado la inexistencia del llamado sueño americano.