Algunas películas no conocen el valor del término medio: o las adoras o las detestas. Es el caso de Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2002), ese vanguardista espectáculo con el que el visionario cineasta australiano se propuso fusionar el concepto de épico con el del propio musical, un híbrido que ya define a producciones como El guardaespaldas (Mick Jackson, 1992) o Sonrisas y lágrimas (Robert Wise, 1965). Y lo cierto es que, desde el día en que vio la luz, pocos podían negar que este cuento postmoderno llamado Moulin Rouge era un clásico instantáneo que, ya desde sus títulos de crédito –y durante todo su metraje-, rendía homenaje precisamente a todos estos musicales que conforman lo más granado del género y, sin los cuales, su existencia se antoja imposible, gracias a temas como “The sound of music” o “I will always love you”. Despertando tantos odios como pasiones, precisamente por el particularísimo enfoque de un director que se sumó a su propia osadía de embarcarse y coescribir uno de los proyectos más ambiciosos y arriesgados del cine reciente, lo cierto es que Moulin Rouge posee, más allá de sus excesos, una serie de cualidades que hacen de ella algo majestuoso.